El ‘caso Nadia’ ha provocado un intenso debate social sobre las donaciones de dinero para el cuidado de niños enfermos. Las entidades de Balears y particulares que se dedican a este noble fin ya han empezado a notar los efectos tras la supuesta estafa y el ingreso en prisión del padre de la niña. Es lógico que haya ciudadanos que se sientan engañados y que acaben pagando justos por pecadores. En todo caso, la respuesta está en las instituciones. La atención a los menores con enfermedades o discapacidades debería ser siempre un deber público; así se evitarían muchos malentendidos.

Tarea impagable. La labor que desarrollan las entidades dedicadas a atender a niños con enfermedades o discapacidades es impagable y merece todo el reconocimiento de la sociedad. Estas asociaciones reciben ayudas públicas importantes, sobre todo por parte del Institut Mallorquí d’Afers Socials. Otra cosa es que sean suficientes. En tal caso, el esfuerzo para que estén suficientemente dotadas ha de desarrollarse a partir del control público. Toda dependencia de la caridad privada sin trámite administrativo previo es contraproducente en una sociedad desarrollada. El ‘caso Nadia’ debería haber movilizado a los poderes públicos porque está claro que este presunto fraude se ha producido ante la inacción institucional, que debería haber controlado de cerca la acción pedigüeña del padre.

Canalización. Lo incuestionable es que las entidades que ayudan a estos niños deben ser potenciadas en todo lo posible. Pero la canalización de las ayudas ha de llevar el sello público, precisamente para evitar disfunciones y situaciones confusas. Si hay particulares dispuestos a aportar dinero, debe ser bienvenido, pero desde la tutela pública para lograr el justo equilibrio en lo que recibe cada asociación conforme a su dimensión y objetivos. Así se evitaría que un escándalo concreto haga daño al conjunto de las entidades, a su prestigio y a su voluntad de servicio a los más débiles.