Las bochornosas imágenes de miles de seguidores del todavía presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, invadiendo el Capitolio en Washington para impedir la proclamación de Joe Biden como su sucesor en la Casa Blanca son la última escena de un mandato marcado por la arrogancia y el populismo. La obsesiva e infundada –ha sido incapaz de aportar la más mínima prueba de fraude– estrategia de Trump para negar la victoria de su adversario en las urnas arroja un trágico saldo de cuatro personas muertas, centenares de heridos y unas imágenes que desprestigian la democracia estadounidense.

Instigar el asalto.
No es casual que los grupos más radicales del ‘trumpismo’ asaltasen el Capitolio tras un mítin de Trump en el que volvió a deslegitimar la victoria de Biden, que al final la Cámara de Representantes ratificó como presidente electo que tomará posesión del cargo el próximo día 20 de este mes. La irresponsabilidad del presidente le llevó a evitar una condena explícita al asalto de sus seguidores, el colofón a una forma de entender la política sin escrúpulos. Las críticas han sido unánimes dentro y fuera del país, mientras que la mayoría de los países condenaban los actos violentos cuyas imágenes han dado la vuelta al mundo.

Enorme brecha social.
Lo ocurrido en el Capitolio escenifica la enorme división que existe en la sociedad norteamericana tras el paso de Donald Trump por la presidencia. En toda la democracia del país se han registrado situaciones similares como la vivida el pasado miércoles, una circunstancia inaudita promovida desde el mismo poder. El escenario al que deberá enfrentarse la administración demócrata de Biden obliga a fijar como máxima prioridad el volver a recuperar la unión social, además de la confianza en las instituciones. Lo ocurrido en Washington ha generado una herida en los Estados Unidos de la que será difícil que se recupere pronto.