Es posible que a algunos sectores de la sociedad española, especialmente a los más radicales, les esté llamando la atención el giro que en la política relativa a la inmigración se está registrando en los últimos tiempos. De una actitud férrea, intransigente, avalada por disposiciones legales de particular dureza e insensibilidad, se está pasando a leyes razonables e incluso a acuerdos con Gobiernos de otros países a fin de poner coto a situaciones de manifiesta injusticia. Pensarán algunos que ello se debe a principios de solidaridad, de mayor humanidad, cuyos criterios han acabado por imponerse en el seno de una sociedad que se pretende modera. Y realmente, algo de ello puede haber. Pero no es menos cierto que los tiros, al menos la mayoría de ellos, van por otro lado. Un análisis técnico de la situación pone de relieve que si ahora aceptamos -casi reclamamos- la entrada de mano de obra inmigrante en nuestro país, es pura y simplemente porque la necesitamos. Se calcula que unos 300.000 puestos de trabajo escasamente cualificados, y a los que los españoles no queremos acceder, exigen en este momento la llegada de un peonaje conformado por inmigrantes, en su mayoría procedentes del Norte de Àfrica. No se trata de un fenómeno nuevo y de él tenemos pruebas en unas Balears que décadas atrás precisaron de una inmigración interior de mano de obra procedente principalmente de Andalucía y del Levante para así hacer frente al reto turístico. Pero en la inmigración que ahora comentamos, además del dato reseñado -la exigencia de trabajadores poco cualificados, que se «apuntan» a todo -observan los expertos otro factor a tener en cuenta. Y es la imperiosa necesidad del Estado español de contar con un número creciente de personas que coticen y paguen sus impuestos, como garantía de un sistema de pensiones y, en conjunto, de una política social admisible. Vemos, pues, que nos hallamos ante una tesitura por la que claman tanto la elemental humanidad como la conveniencia. Argumento éste último que debería llevar a recapacitar a aquéllos que, incapaces de otra cosa, continúan rechazando de plano al supuestamente «indeseable» inmigrante.