Aunque con todo lo que ha caído el «caso de los fondos reservados» haya quedado ciertamente en segundo plano, no hay que minimizar la importancia de la comparecencia ante los tribunales "en calidad de testigo" del ex presidente del Gobierno Felipe González. Quizá algunos esperaban algo más de valentía a la hora de hacer gala de las responsabilidades que ostentó como jefe del Ejecutivo en un período especialmente delicado de la vida española.

Sin embargo, González se limitó a elogiar la labor de sus subordinados, a quienes «doró la píldora» en agradecimiento al silencio que han mantenido siempre, sin caer en la tentación de reclamar para sí ninguna de las decisiones que, lógicamente, le habrían correspondido.

En vista del cariz que toma el juicio, la estrategia socialista consiste en hacer ver a la ciudadanía "y al juez" que toda la trama se limitó a una cacería política orquestada por el Partido Popular para arrebatarles el poder. Es cierto que el PP utilizó este argumento, pero lo trascendente es que con esos fondos reservados se pagaron crímenes y criminales, además de sustanciales sobresueldos. En una sociedad democrática, aunque se resista a entenderlo el ex presidente, estos comportamientos son inaceptables. Varios subordinados de González cumplen condenas por estos graves delitos. En cambio, su antiguo jefe sigue sin tener la gallardía de asumir su propia responsabilidad.

Y qué decir de la estratagema de la que fuera su secretaria, Pilar Navarro, al confesar que era ella quien repartía el dinero de los fondos reservados a diestro y siniestro, sin consultar para nada con el presidente del Gobierno, quien afirmó ayer que jamás trató con ella sobre este asunto. Ni en el más rocambolesco de los vodeviles resultaría creíble esta teoría absurda.

Al final tendrá que ser la Justicia la que dilucide qué hay de verdad y de falsedad en toda esta historia. Sea cual sea la sentencia, la imagen dada habrá sido penosa.