Hoy en día se habla poco de la Unesco. Creada hace 50 años, esta organización de Naciones Unidas que tiene como objetivo la construcción de la paz merced a la educación, la cultura y la ciencia, parece haber perdido peso en un mundo en el que ni reina la paz, ni la educación ni la cultura se han extendido lo suficiente como para garantizarla. Y al respecto, resulta paradójico constatar que precisamente este año había sido proclamado por la Unesco como el del diálogo entre las civilizaciones. Así vamos.

Tras su 31ª conferencia general, celebrada el pasado mes de octubre, varias cosas han quedado claras. La primera se refiere a ese exiguo presupuesto de la organización "544 millones de dólares" que lleva ya demasiados años sin crecer. Pensemos, por ejemplo, en el gasto en armamento que llevan a cabo los 188 Estados representados en la organización y nos haremos una idea de la insignificancia de la citada cantidad. Los detractores de la Unesco siempre han esgrimido su carácter casi utópico en un mundo que se mueve por intereses más tangibles, lo que le restaría eficacia práctica. Un argumento que puede fácilmente ser vuelto del revés, ya que en un panorama mundial en el que la Unesco tuviera más presencia, tal vez no se plantearían con la crudeza que lo hacen esos desequilibrios entre ricos y pobres, con toda la injusticia que ello supone.

Entendemos que muchos de los problemas que hoy hacen difícil la convivencia entre las naciones entran de lleno en el campo de acción de la Unesco, como la promoción de la diversidad cultural, el impulso al diálogo entre las distintas culturas o el logro de una mayor equidad en la gestión y reparto de los recursos naturales. La Unesco no debe ser una especie de club de pobres mantenido por los ricos para tranquilizar sus conciencias. Fiel a sus principios, la organización debe perseguir hoy, como siempre, la escolarización de todos los niños del mundo, la lucha contra la pobreza y la ignorancia. Y todos estamos obligados a poner los medios para que pueda hacerlo.