Oriente Próximo está viviendo el peor baño de sangre de los últimos años. A la oleada de salvajes atentados de integristas islámicos, con matanzas indiscriminadas mediante la intervención de terroristas suicidas, el último de ellos una joven de dieciséis años, Ariel Sharon ha respondido con un ataque al cuartel general de Yaser Arafat y con la invasión por parte del Ejército israelí de la Explanada de las Mezquitas.

Es posible que Arafat no sepa, no pueda o no quiera controlar a los extremistas palestinos, aunque por el momento ha sido el único interlocutor válido en los fracasados procesos de paz que se han emprendido. Pero también es cierto que Sharon fue quien prendió la mecha de la segunda Intifada con su visita al lugar que ha hecho invadir por sus tropas.

Estados Unidos reclama del líder palestino que controle a los terroristas, pero parece poco probable que, en la situación en la que se encuentra, completamente aislado y prácticamente asediado, pueda llevar a cabo alguna acción que ponga fin a la violencia. Y, por otro lado, el primer ministro israelí, cuando desde la Unión Europea se abogaba por la negociación del plan de paz de Arabia Saudí, que contaba con el apoyo de EE UU, ha respondido con la fuerza.

En este momento, en Israel se vive una situación de guerra abierta que complica enormemente cualquier esfuerzo de la comunidad internacional por poner fin a los enfrentamientos y llegar a una solución negociada. Pero, ciertamente, ésa es la única vía con unas ciertas garantías de éxito para que se pueda alcanzar la convivencia pacífica de judíos y palestinos. Continuar por el mismo camino sólo va a conducir a una mayor inestabilidad en la zona y, lo que es más grave, a más muertes de uno y otro lado.