Las previsiones más pesimistas están a punto de cumplirse. El conflicto en Oriente Próximo amenaza con generalizarse y con producir un grave enfrentamiento entre los países árabes y los que están del lado de Israel, muy en especial los Estados Unidos, cuyo presidente, George Bush, ha dado muy pocas muestras de saber llevar el asunto en términos razonables si nos atenemos a sus argumentaciones de escaso peso y de ningún efecto positivo sobre las partes en litigio. Bush se ha limitado a recordar que el Estado hebreo tiene derecho a defenderse de los ataques y a conminar a un Arafat rodeado e incomunicado a que ponga fin a la violencia terrorista. La gravedad de los hechos ha propiciado que el mismo Vaticano haya llamado a consultas a los embajadores norteamericano e israelí y al representante palestino y, además, que Egipto haya roto todas sus relaciones con Tel Aviv, excepto las diplomáticas.

De momento, la consecuencia más inmediata para los países occidentales es el incremento del precio del petróleo, algo más que previsible en las actuales circunstancias y que, evidentemente, va a repercutir en la vida cotidiana de todos. Eso amén del previsible parón que puede sufrir la recuperación económica de EE UU.

Pero la generalización del conflicto puede traer peores consecuencias para el resto del mundo. Por desgracia, los grupos de presión judíos tienen mucha importancia en la política norteamericana y eso puede hacer que las manos de Bush estén atadas para poner coto a los desmanes de Sharon.

Si además Arafat no tiene posibilidades de controlar a los grupos integristas palestinos y nadie pone límites a la violencia terrorista de éstos, nos encontramos en una especie de callejón sin salida. En esta encrucijada es preciso que la comunidad internacional se implique a fondo.