El visto bueno dado por los representantes políticos norteamericanos a la creación del que se denominará Departamento de Seguridad de la Patria viene a ser la respuesta de la sociedad del país a la agresión terrorista y a la psicosis que ésta ha generado. Y como toda reacción surgida en momentos críticos, conlleva un cierto riesgo. Desde el nuevo Departamento -una especie de colosal Ministerio del Interior- se coordinará la lucha antiterrorista, empleando para ello a unos 170.000 funcionarios procedentes de 22 agencias estatales. Con anterioridad a su creación se han ido aprobando una serie de leyes potencialmente lesivas para las libertades de los ciudadanos, como son aquellas que hacen posible el control de las comunicaciones, por ejemplo, y que obviamente dotarán al recién nacido organismo de un poder y una capacidad de actuación casi sobrecogedores. Se diría que hoy, para la en tantos aspectos admirable democracia norteamericana, cuenta más prevenir los atentados terroristas que preservar las tradicionales libertades. Estados Unidos es víctima del miedo al terror, algo que supone un estado de violencia latente, de esa violencia que se puede emparentar fácilmente con el miedo, y que la experiencia enseña que puede acabar generando situaciones extremadamente injustas. El norteamericano desconfía al presente del prójimo que es distinto -si además de distinto es árabe, la desconfianza se convierte en fobia-, de quien no hace gala del más exaltado americanismo, de aquel que mantiene ideas excesivamente «avanzadas», o de cualquiera que en general no está dispuesto a admitir que la única forma de acabar con el terrorismo es recurriendo a las armas. En suma, los Estados Unidos han picado en el cebo tendido por el terrorismo al pervertir buena parte de sus principios liberales y democráticos en nombre del combate antiterrorista. Un combate que, de seguir este ritmo, acabará por dar la victoria a unos terroristas que se habrán salido con la suya.