Los Estados Unidos de América han demostrado sobradamente a lo largo de su corta historia ser perfectamente capaces de afrontar la mala opinión que en el exterior se tiene de su rapaz política. Washington «atiende» a la opinión del resto del mundo, pero ello no quiere decir que la tenga muy en cuenta, especialmente si están en juego sus universales intereses. Ésa es su sucinta filosofía al respecto. Otra cosa muy distinta es la capacidad que tiene la sociedad norteamericana de soportar la crítica, la disidencia, en el interior de sus fronteras. Una nación que se constituyó merced a la población de aluvión que iba llegando desde distintos lugares del viejo continente siempre ha buscado en la unidad, en la cohesión patriótica, el origen de su fuerza. Cualquier quiebra en este sentido supone una convulsión social "como se demostró en el tramo final del conflicto de Vietnam" susceptible de remover los cimientos mismos del país. Es por ello que Bush haría bien en medir en su justo valor esa contestación social que está tomando cuerpo en Norteamérica en contra de un inminente ataque a Irak. La guerra más impopular ya lo es aun antes de haber estallado. Más de veinte ayuntamientos de ciudades del país se han rebelado ya contra esas leyes antiterroristas, aprobadas en aquel sarampión patriótico que siguió a los atentados del 11 de septiembre, al juzgar que el excesivo celo en la lucha antiterrorista que posibilitan podría poner en peligro los derechos civiles de sus ciudadanos. A ese, llamémosle frente municipal que crece día a día, hay que añadir las campañas de recogida de firmas contra la inminente guerra, y la creación de organizaciones que reclutan voluntarios nortamericanos a fin de enviarlos a Irak como escudos humanos en caso de producirse un ataque. Pese a todo casi nadie duda del propósito de Bush de ir a la guerra. Lo que probablemente en la Casa Blanca todavía no han calculado es el precio que tendrá que pagar el Gobierno en caso de hacerlo.