La Conferencia Intergubernamental de la Unión Europea (UE)
celebrada este fin de semana en Roma ha concluido sin que se
produjera ningún avance por lo que se refiere a las discrepancias
surgidas en torno a la futura Constitución. De una parte, Francia,
Alemania y Gran Bretaña han defendido la redacción presentada por
el ex presidente francés Valery Giscard d'Estaing. Por otro lado,
España y Polonia han defendido que se mantenga el acuerdo alcanzado
en Niza, cuando los Quince aprobaron la ampliación de la UE, lo que
daría mayores posibilidades de frenar acuerdos a los Estados
pequeños y medianos.
Lo que subyace en el fondo de todos los desacuerdos de la UE es
realmente el mantenimiento del poder por parte de todas y cada una
de las naciones que forman parte de ella. No existe realmente una
conciencia de una entidad supranacional llamada Europa, sino una
conciencia nacional individual que motiva serias divergencias a la
hora de organizar las instituciones de la UE y otorgarles poder
suficiente para acometer las tareas precisas. Buena muestra de ello
son las limitaciones del Parlamento Europeo, por poner sólo un
ejemplo, o las serias discrepancias sobre el número de comisarios
que debe tener cada Estado.
Pero el futuro de Europa pasa necesariamente por dotar a los
organismos de la Unión de la capacidad suficiente de actuación y
decisión y esto, naturalmente, requiere que todos los Estados
miembros alcancen un acuerdo que sirva de base para esta reforma.
Claro está que ello supone cesiones de parcelas de soberanía, en
ocasiones importantes, pero si existe la firme creencia en las
posibilidades de futuro de una Europa unida y fuerte, no queda más
remedio que avanzar en este sentido.
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