El anuncio por parte de Muamar al Gadafi de renunciar al desarrollo de armamento nuclear y otros ingenios de destrucción masiva, y su propósito de firmar el protocolo adicional al Tratado de No Proliferación, supone en principio una buena noticia. Muy posiblemente han influido en el ánimo del dirigente libio a la hora de tomar tal decisión tanto el temor a que su país pudiera correr una suerte parecida al Irak de Sadam Husein como la imperiosa necesidad de sacar adelante una economía asfixiada por las sanciones internacionales que se mantenían desde hace más de una década. Libia es un país que cuenta con gran riqueza en petróleo y gas natural, no obstante lo cual el estado actual de su economía dista de ser boyante. El temor del régimen de Trípoli a que la desesperación del pueblo le hiciera derivar hacia el integrismo islámico le ha llevado a plegarse a los deseos de Occidente para así ver aliviado su estado de cuentas. Es más que probable que los inspectores que a partir de ahora podrán entrar en el país a comprobar hasta qué punto es peligroso el arsenal de Gadafi comprueben que realmente no era en sí gran cosa y que la negativa del histriónico dirigente a ser objeto de inspecciones respondía más a una estrategia política encaminada a sembrar la incertidumbre que a un poderío real efectivo en materia de armamento. En cualquier caso, es un hecho que Gadafi ha claudicado. Pese a ello, esta buena noticia se ve empañada por un inevitable interrogante. Tras el paso dado por Libia, sólo queda en este momento en Oriente Próximo un país del que se sabe a ciencia cierta que posee armas nucleares: Israel. Y al respecto, entra dentro de toda lógica que a partir de ahora las naciones árabes presionen más que nunca a fin de que el Estado judío renuncie a su programa nuclear. La certeza de que no será así -la protección USA a Israel sigue siendo incondicional- añadirá un factor más de inestabilidad en el ya convulso panorama de la región. Estamos, pues, ante una buena noticia, a medias.