La última víctima de la violencia en Oriente Próximo ha sido un joven adolescente de 16 años, abatido por los disparos de soldados israelíes en Naplusa. Y esto sucede poco después de que el Ejército hebreo entrara con tanques y blindados en el campo de refugiados de Tulkarem, según fuentes oficiales, a la búsqueda de peligrosos elementos terroristas. Además, continúa la construcción del que va camino de convertirse en el «muro de la vergüenza» del siglo XXI.

La convivencia entre palestinos e israelíes parece haber entrado en una fase de estancamiento y el proceso de paz, forzado por Estados Unidos durante la segunda Guerra del Golfo como un elemento necesario para contar con el apoyo de los países árabes moderados en su particular cruzada contra el terrorismo, se halla en estos momentos paralizado.

Para retomar el largo pero necesario camino hacia la pacificación de la zona, parece evidente que hay que contar con la colaboración internacional y, muy en especial, con la Administración Bush, por la peculiar afinidad que siempre ha unido a norteamericanos e israelíes. Aunque también parece precisa la implicación de la Unión Europea, toda vez que siempre ha intervenido como interlocutor válido para los palestinos y los países árabes.

Si bien es verdad que quienes deben ceder en sus posiciones son Yaser Arafat y su Gobierno y Ariel Sharón, hasta ahora empecinados en una defensa de posiciones que no conducen a nada y que sólo han contribuido a que los violentos hayan seguido campando a sus anchas y a que se hayan producido acciones de castigo del Ejército israelí no siempre justificables ni adecuadas. La paz será la consecuencia lógica de la aceptación y del diálogo, pero nunca puede serlo de la segregación y la división.