El dato de que la vivienda subió en un año casi un 20 por ciento en las Pitiüses -concretamente el 18,6 por ciento- es escalofriante, por más que el resto del país esté en la misma sintonía. Para mayor preocupación, las previsiones oficiales señalan que la cosa no se va a detener en este punto puesto que existe todavía una alta demanda -el mejor combustible para continuar con una loca escalada- que acabará provocando, a medio plazo, más problemas en las economías familiares y por extensión en la general que las mismas autoridades que no son capaces de controlar la situación desearán tener. El asunto es extremadamente serio porque no en vano es la principal preocupación personal de los ciudadanos: disponer de un lugar en el que instalar a nuestras familias sigue siendo una prioridad a la que no renuncia nadie. Uno de los principales problemas para atajar esta nada deseable situación es un derecho constitucional declaratorio -que no desarrollado normativamente- y como tal lo entiende la ciudadanía. De momento, lo que está claro es que es un asunto sobre el que ningún gobierno ha adoptado medidas suficientemente efectivas -a los resultados nos remitimos- y que, por eso, los sectores de la construcción e inmobiliario corren descontrolados, favoreciendo la especulación e, incluso, la corrupción, una razón añadida por lo que era tan necesaria la intervención audaz del ámbito público. No se trata de reclamar un intervencionismo poco realista y probablemente contraproducente, sino de establecer un marco amplio y bien definido en el que el precio del suelo pueda recuperar la cordura, volver a una escala razonable. Quedan muchas cosas por hacer, pero no parece que mucha voluntad, por lo que la próxima llamada de las urnas puede ser un buen momento para volver a hacer evidente el desánimo reinante.