Un mes después de la masacre del 11 de marzo en Madrid es posible extraer algunas conclusiones importantes de lo que aconteció aquel día y de las consecuencias que se desprenden de aquellos luctuosos sucesos que pusieron fin a la vida de 190 personas e hirieron de diversa consideración a más de 1.500. Desde entonces, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado han detenido a muchas personas, mayoritariamente de origen magrebí, presuntamente implicadas en la organización o la ejecución de aquel baño de sangre. Otros presumibles ejecutores de la matanza, cercados en un piso de la madrileña localidad de Leganés, pusieron fin a sus vidas inmolándose utilizando cinturones de explosivos y acabando con la vida de un geo que intentaba acceder al inmueble.

Los autores de aquel trágico 11-M han ligado la presencia de las tropas españolas en Irak y Afganistán a sus acciones y han exigido la retirada de nuestro Ejército de aquellos países. Si bien es cierto que nunca el Gobierno de Aznar debió dar su apoyo a una intervención militar que no contaba con el apoyo y el consenso del Consejo de Seguridad de la ONU (el caso de la guerra de Irak), también lo es que los que han atentado contra inocentes en Madrid pretendían, mediante sus sanguinarias actuaciones, imponer su voluntad contra viento y marea, sin el menor respeto por un pueblo soberano y democrático.

José Luis Rodríguez Zapatero no tiene ante sí una tarea fácil por lo que respecta a la lucha contra el terror, que ha dejado de ser para España un asunto, aunque gravísimo, meramente doméstico. Si es preciso contar con el apoyo y colaboración de todos los partidos políticos democráticos, también lo es alcanzar un acuerdo internacional que permita poner fin a esta lacra.