Tras dos años de negociaciones, las autoridades de Corea del Norte se comprometieron días atrás a desmantelar su programa de armamento nuclear. Un principio de acuerdo al que se ha llegado merced a los buenos oficios de China, Japón, Corea del Sur y Rusia, y también a la flexibilización de la amenazante postura que mantenían los Estados Unidos hacia el régimen de Pyongyang, al que se le ha ofrecido colaboración para el desarrollo de programas de empleo pacífico de la energía atómica. El principio de la crisis hay que buscarlo en la puesta en servicio por parte del Gobierno norcoreano de un reactor nuclear, en 1987; a partir de entonces se sucedieron las amenazas y sanciones por parte norteamericana, alternando con períodos de relativa tranquilidad hasta que en el año 2002 al presidente Bush se le ocurrió incluir a Corea del Norte en el conocido como «eje del mal». Ello determinó tanto la reanudación del programa de enriquecimiento de uranio por parte de los norcoreanos como la expulsión de los inspectores de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, lo que redundó en un recrudecimiento de la semiapaciguada crisis que ahora parece en vías de solución. Visto todo ello, Washington estaría hoy obligado a aprender la lección de una experiencia que muestra que muchas veces se obtienen mejores resultados mediando una política de buena voluntad en vez de otra de agresividad y acoso. La democracia norteamericana debe, en el plano internacional, hacer esfuerzos suplementarios de tolerancia, especialmente cuando el adversario con el que se trata recurre a procedimientos dictatoriales. Es de esperar que el acuerdo inicial logrado en Corea del Norte sirva a la Casa Blanca para moderar en el futuro sus posturas ante casos parecidos, como es el de un Irán de los ayatolás también con un régimen totalitario, hoy igualmente demonizado por USA