Al parecer, desde todos los niveles de la Administración empieza a tenerse conciencia del enorme perjuicio que causa al país la existencia, y hasta ahora constante multiplicación, de los pozos ilegales. Realmente, aún hoy resulta de una sencillez alarmante el que un ciudadano cualquier pueda hacer un pozo donde le venga en gana. Es fácil leer en la prensa diaria anuncios que ofrecen la posibilidad de «encontrar agua en su propia finca» recurriendo a unos medios técnicos muy eficaces, puesto que permiten perforar hasta profundidades impensables hace tan sólo unas décadas.

Puestas así las cosas, y aún a sabiendas de la irregularidad que ello supone, son muchos los que recurren a un auténtico robo del agua de todos -puesto que de eso se trata- sin que se les pare los pies.

Hay que pensar que al perforarse alegremente un pozo se están lesionando los acuíferos de donde brotan las fuentes y manantiales que nutren a ríos y zonas húmedas. Se admite en la actualidad que tras la degradación de áres de la importancia de las Tablas de Daimiel, o de los Ojos del Guadiana, están unos pozos ilegales que han interrumpido las naturales corrientes de agua subterránea. En suma, la preservación de ecosistemas y de la vida que en ellos se desarrolla, así como la garantía de continuidad de ese bien escaso que es el agua de todos, depende en buena medida del control y regulación a la hora de perforar y abrir nuevos pozos.

Es, pues, necesario que tanto desde el Gobierno central como desde los gobiernos autonómicos se actúe con rigor, aplicando la legislación vigente al respecto, en incluso haciéndola más severa y restrictiva. En asuntos de tal importancia carecen de sentido las soluciones a medias.