Perdida hace ya tiempo la esperanza de que la ONU respondiera eficazmente a los ideales que justificaron su creación, asistimos hoy ya a una especie de lenta degradación de ese organismo supranacional que muchos quisieron en su momento ver convertido en el bastión de la defensa de los derechos humanos, el orden internacional y la justicia para todos que garantizara la paz en el mundo. Desasistida económicamente por mor de los egoísmos nacionales, adulterado su poder al estar sometida a los intereses políticos de la gran potencia, desunida en lo concerniente a sus objetivos reales y víctima de escándalos en su seno, la ONU es actualmente poco más que un pálido reflejo de lo que debió ser. La más reciente revuelta que ha estallado en su interior es significativa del estado de cosas al que se ha llegado. A diez meses del fin del mandato de su secretario general, Kofi Annan, y cuando ya ha empezado una pugna por la sucesión, una proposición suya ha puesto en pie de guerra al aparato burocrático de la organización. Se trata de algo tan razonable como un plan de reforma -dentro de la necesaria reforma general- que pasa por segregar un número indefinido de puestos de trabajo a países subdesarrollados. Dicho de otra manera, la propuesta de Kofi Annan supone la mejora en el reclutamiento y aprendizaje de nuevo personal, cumpliendo el doble objetivo de abaratar los costes al delegar ciertas funciones administrativas hacia países más necesitados, creando en ellos un mayor empleo. Se favorecería así, por añadidura, una mayor comunicación y conocimiento de los problemas de esos países y un aumento de lo que son los salarios habituales en ellos. Naturalmente, en el plan están previstas las indemnizaciones procedentes, amén de todas aquellas medidas encaminadas a que nadie vea lesionados sus derechos laborales. Pese a ello, el acomodado personal de la ONU no está dispuesto a transigir, evidenciando así una vez más la burocratización de un organismo encerrado en sí mismo y víctima de una irreversible anquilosis administrativa.