El asesinato de Benazir Bhutto, víctima de un ataque suicida, abre numerosas incógnitas sobre el futuro de Pakistán, un país clave en el control de las células islamistas de Al Qaeda, por tratarse de un país fronterizo con Afganistán. Todavía están por esclarecerse las circunstancias de lo ocurrido en Rawalpindi, una masacre política a poco más de una semana de la celebración de unas elecciones en las que debía dirimirse si el control del país seguía en manos de Pervez Musharraf o, por el contrario, Bhutto volvía a hacerse con el poder. Las encuestas revelaban una dura pugna entre ambos.

Benazir Bhutto había regresado hacía unos meses a Pakistán desde su exilio londinense -el mismo día de su vuelta la caravana de bienvenida fue objeto de un sangriento ataque terrorista con 147 muertos en las calles de Karachi-, una mujer con una amplia experiencia política -había sido primera ministra del país- a la que Musharraf puso todo tipo de trabas, incluyendo varios arrestos domiciliarios.

A pesar de todo, el régimen de Pervez Musharraf -un claro aliado de los Estados Unidos- estaba mostrando claros síntomas de debilidad. No obstante, todavía no se ha dado a conocer la autoría del atentado, mientras el Gobierno ha decretado el estado de emergencia en todo el país.

La gravedad de la situación se pone de manifiesto con la convocatoria urgente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas -Pakistán es un país que dispone de armamento nuclear-, prueba de la preocupación existente en la Comunidad Internacional por las consecuencias del asesinato de Benazir Bhutto.

La delicada situación política que vive Pakistán -una pieza clave entre Afganistán y la India- puede acabar rompiendo el equilibrio en una zona del mundo demasiado caliente.