Mañana es el día en el que los norteamericanos decidirán cuál de los candidatos será el nuevo inquilino de la Casa Blanca, tras una polémica presidencia del republicano George W. Bush, que ha cometido notables errores en su política internacional. El más significativo de ellos la decisión de iniciar una guerra contra el Irak de Sadam Husein con la excusa de la presencia de armas de destrucción masiva que jamás fueron halladas.

Ahora toca el turno de escoger entre la continuidad que representa John McCain, aunque éste quiera distanciarse de su predecesor porque la sangría iraquí supone un alto coste electoral, con un significativo descenso en los índices de popularidad, y la renovación y el cambio que representa el demócrata Barak Obama, con un aire fresco que ha hecho que las encuestas le sitúen con cierta ventaja sobre su rival, aunque, como es natural, todo es relativo hasta que se pronuncian las urnas. Es más, pueden producirse distorsiones por el voto oculto de la América profunda, ese voto que es aún racista en pleno siglo XXI, un auténtico anacronismo completamente execrable.

Pese a todo, los cambios no serán drásticos, en especial los que afectan a la política exterior estadounidense. Ésta está muy marcada por los que consideran sus aliados y sus posibles enemigos. Y existen, además, grupos de presión que tienen mucho poder y que influyen de forma notable en las decisiones que se adoptan en el despacho oval.

En cualquier caso, se tratará de la decisión soberana de los estadounidenses que colocarán a un nuevo presidente al frente de su país, algo que repercute, a fin de cuentas, en todo el resto del mundo.