Eivissa es la isla de las mil y una caras estacionales. Durante la pasada semana ha habido unos cuantos días que amanecían totalmente encapotados, con un viento que golpeaba con furia las ventanas y azotaba árboles, e incluso con el suelo mojado por una lluvia madrugadora. Son esas mañanas en las que miras al armario pensando, ¿y ahora qué me pongo? Porque no puedes ni imaginarte que, en cuestión de muy pocas horas, esas nubes prietas van a desvanecerse doblegadas, finalmente, ante los rayos de sol propios de la primavera.

Pero esto no fue cosa de un día aislado, sino una repetición que se encadenó casi de lunes a viernes. Ver paraguas a las 10.00 que se convierten en sombrillas a las 16.00 parece algo atípico en nuestro clima mediterráneo, donde el tiempo no suele ser tan variable y el día gris no se convierte en soleado por la tarde. De hecho, es algo que me evoca más al merchandising típico de otros países, como Irlanda, donde te avisan en camisetas y souvenirs que en un mismo día pueden darse las cuatro estaciones del año. Aunque compruebo que en Eivissa puede ocurrir un tanto de lo mismo.

Ahora que ya no hace para bufanda, pero tampoco para bañador, hay que vestirse de modo ‘encebollado’ (es decir, con varias capas) para poder hacer frente al fuerte viento mañanero y sobrellevar los 20 grados que se alcanzan por la tarde. A más de un valiente he visto ya en sandalias y sin camiseta, y aunque eso me parece un poco exagerado, yo misma he salido de casa con botas y chubasquero y un rato más tarde me he ‘cocido’ sentada en una terraza al sol. Un tiempo loco que me hace pensar en algunos dichos que están condenados a desaparecer, porque ahora en el mes de abril ya vienen concentrados todos los adjetivos que antes compartía con sus antecesores «ventoso, lluvioso, florido y hermoso».