La amenaza a la salud global está legitimando la utilización de técnicas de vigilancia. Controles biométricos, monitoreo a través de aplicaciones móviles, brazaletes electrónicos y uso de vehículos remotos con sensores de temperatura. Esto es parte del arsenal tecnológico intrusivo utilizado por los principales gobiernos para frenar la nueva pandemia del coronavirus COVID-19. Estas medidas pueden resultar efectivas para combatir al enemigo de forma más rápida, pero que no se nos olvide que los individuos están cediendo su libertad, privacidad y seguridad gratuitamente a empresas. Quienes realizan las tareas de cibervigilancia son las empresas, que están para ganar dinero con nuestros datos; no son almas de la caridad. Nos han hecho creer que somos personas anónimas y que no tenemos nada que temer por ceder nuestros datos. Los gobiernos asiáticos han sido los primeros en echar mano a estos sistemas tecnológicos. China ha utilizado una aplicación que permite geolocalizar a los infectados por la COVID-19 y clasificarlos con tres colores diferentes: el verde -identifica a los sanos con libertad de movimientos-, el rojo -destinado a los infectados- y el amarillo -destinado a identificar a quien resida muy cerca de otros contagiados-; Hong Kong ha colocado brazaletes; Taiwán ha empleado móviles con GPS y la aplicación de mensajería Line para vigilar a los pacientes en cuarentena; y Singapur ha recurrido a la huella digital de los pacientes. En el caso de Estado Unidos, el gobierno de Donald Trump también negocia con Facebook, Google y otros gigantes de Silicon Valley el rastreo y cibervigilancia de sus usuarios, según informa The Washington Post. En Europa, Italia ha empezado a rastrear la ubicación de los usuarios y controlar si se están cumpliendo las órdenes de confinamiento. En España, y en el resto de la Unión Europea, es cuestión de días que acaben tomando medidas de control tecnológico.