A medida que pasamos páginas en el calendario de la presunta ‘nueva normalidad’, nos damos de bruces con situaciones y escenarios similares a los de antaño, pero con el agravante que supone el virus pululando por todos los rincones de nuestra geografía. Y lo peor es que, como era de prever, la manida frase: «de esta saldremos mejores», se ha confirmado como una milonga más, un eslogan simplón y falaz en la mayoría de los casos. Cualquiera que esté leyendo este altavoz podrá poner cara a los cabrones de siempre, a los egoístas de toda la vida, a los temerarios en bucle y a las miserias sin visos de solución.

Desde hace dos semanas la cifra de nuevos contagiados crece día tras día, las chinchetas aumentan en el mapa de brotes y las imágenes que nos llegan nos avanzan una salida del verano dura y un otoño caliente. Está claro que si el mensaje no es contundente aquí nos tomamos todo a la ligera o a las bravas, y viceversa. El fin de semana nos levantamos con la imagen de un barrio de la Marina repleto de jóvenes y no tan jóvenes apiñados como el año pasado y en la que las mascarillas se podían contar con los dedos de una mano. Por regla general somos inconscientes e insolidarios y todo apunta a que, más pronto que tarde, nos llevaremos el mismo pedrazo que cuatro meses atrás.

Mientras escribo estas líneas, en un muelle del puerto de Ibiza, los efectivos de la Guardia Civil desembarcan al último grupo de inmigrantes rescatados cuando trataban de alcanzar las Pitiusas. Siete inmigrantes argelinos que huyen de la miseria de siempre para alcanzar el cada vez más incierto futuro, ahora agudizado por la pandemia. Pero no caigamos en el desánimo y confiemos en que de la denominada ‘segunda oleada’ saldremos fuertes como el vinagre y con unos euros para disfrutarlo.