Jesús nos recuerda, dice el Papa, que su camino es el camino del amor, y no existe el verdadero amor sin sacrificio de sí mismo. Quien quiere salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. En esta paradoja hemos de ver que solo el amor da sentido y felicidad a la vida.

Jesús se opone con energía a las protestas bien intencionadas de San Pedro. El Señor nos da a entender la importancia capital que tiene para la salvación el aceptar la cruz. El cristiano no puede pasar por alto estas palabras de Jesucristo. Es necesario jugarse la vida presente a cambio de conseguir la eterna.

¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?.

Las palabras de Cristo son de una claridad meridiana, palabras que sitúan a cada hombre, individualmente, ante el Juicio Final. La salvación tiene, pues, un carácter radicalmente personal. Dios retribuirá a cada uno según su conducta. El fin último del hombre es Dios mismo. No es ganar los bienes temporales de este mundo que son sólo medios o instrumentos. Jesús indica cual es el camino para conseguir ese fin: negarse a uno mismo y llevar la cruz.

Cuántos profetas del Antiguo Testamento sufrieron por ser fieles a su vocación de anunciar la Palabra de Dios. También Jesús sufrirá la persecución y la muerte en cruz por parte de las autoridades judías y romanas. Ningún bien terreno, que es caduco, es comparable a la salvación eterna del alma. Santo Tomás con precisión teológica escribe: el menor bien de gracia es superior a todo el bien del universo.

En el Evangelio de San Marcos(10,17-22), un joven arrodillado preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?». Ya conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robaras, honra a tu padre y a tu madre. Él respondió, «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia». Y Jesús, fijando en él su mirada, se prendó de él. Que Jesús nos mire a todos con amor.