Hace ya tiempo que los Juegos Olímpicos se quitaron la careta –si no las bragas—, como en la antigua Grecia, donde los atletas corrían desnudos para regocijo socrático y eran premiados con una corona de laurel y las bendiciones de Apolo. Tal estriptis se ha consumado gracias al paso de oca mercantil del COI, que se ha pasado tres pueblos en su olvido de las románticas normas del cándido y fraternal barón de Coubertin. Los valores olímpicos se han devaluado tanto como la mafia que manda se ha enriquecido y las disciplinas multiplicado. ¿Juegan al futbolín en Japón? El resultado es una olímpica indiferencia, tal y como me confiesa una amiga que juega a aburrirse a lo lost in translation en Tokio.
Olímpica indiferencia
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