Escribo estas líneas aún con el cansancio de quien llega a las cinco de la madrugada a Ibiza después de un largo viaje en coche y barco desde Madrid. Me he ido con mi madre y con el enano y aún no me he podido borrar la sonrisa en el rostro por lo bien que lo hemos pasado juntos y como a la lala se le cae la baba allá por donde va. Lo mismo que escuchar, como madrileño que soy, como Aitor canta emocionado el estribillo de la famosa canción de Ana Belén y Víctor Manuel «Miralá, miralá, miralá, miralá, la Puerta de Alcalá» y como se interesa por ese señor a caballo que está en la Puerta del Sol y que no es otro que Carlos III, el rey alcalde que mandó construir el genial monumento. Pero también me encanta verle disfrutar con el ball pagès, los instrumentos, el folklore o las tradiciones de Eivissa, la tierra donde nació, vive y es la patria de su madre, su abuelo y sus tíos. Me encanta ver poco a poco se hace un hombrecito, en castellano y en ibicenco. En ibicenco y en castellano. Porque para ser educado, feliz y buena persona no son necesarias distinciones de idiomas ni divisiones entre los de aquí y los de allá. Allá donde viví y en los lugares que visité siempre me interesé por sus tradiciones, su idioma o su cultura porque me gusta sentirme acogido y porque pienso que cuanto más feliz es el que está a mi lado, más lo son todos los de su alrededor. Eso se lo intentamos transmitir en nuestra familia al enano y poco a poco hemos logrado que recuerde con pasión de los sitios donde ha estado y donde se ha sentido bien recibido gracias a su sonrisa, su mirada de pillo o su lengua de trapo. Ha entendido que no todo el mundo es malo y que España y mucha de su gente son geniales sin importar si hablan catalán, castellano, bable, gallego, euskera o andaluz. Es cuestión de actitud, de no creernos más que el de al lado y de no ir creando conflictos de la nada constantemente.