Rafa Nadal, con su último trofeo. | YVES HERMAN

Las Baleares fue siempre tierra de bravos honderos con puntería terrorífica. Los ejércitos cartagineses sabían de su valor y eran, junto a los elefantes de Aníbal, el arma más temida por Roma. Tras la aniquilación púnica «Delenda est Cartago», los honderos ingresaron en las filas de los descendientes de los mamones más famosos de la historia (Rómulo y Remo) y continuaron abriendo cabezas enemigas a pedradas.

Las Pitiusas de esa época eran más ricas y civilizadas, mientras que mallorquines y menorquines gustaban andar en pelota picada (de ahí el nombre de Islas Gymnestas) y exigían que sus servicios marciales fueran pagados con vino y mujeres.

Sin duda en la genética de Rafa Nadal hay numerosos ancestros honderos. Y también valientes corsarios, sabedores que la mejor defensa es un buen ataque, como aquellos que desobedecieron la desesperada orden de Felipe II de evacuar Baleares ante las crueles invasiones berberiscas. Con su defensa a sangre y fuego salvaron un archipiélago bendito, donde hoy podemos beber vinos que calientan la sangre y devorar afrodisíacas sobrasadas que permiten creer en el paraíso aquí y ahora.   

El hondero de Manacor ha callado con sus victorias a los que criticaban su débil saque, excesiva musculatura, rodillas de mantequilla (ahí le ayudó el sportman ibicenco, Toni Roselló, recomendándole acortar los pantalones pirata), pasión española y hasta corazón encadenado. Es el triunfo de una voluntad de hierro que a bolazos ha sacado de la pista a tanto envidioso nacional y silenciado a ministros chovinistas. Rafa Nadal tiene la fuerza sin insolencia y el orgullo sin vanidad. Y no es un afectado títere de mequetrefes políticos, es un campeón querido en toda España que habla con la llaneza que recomendaba Don Quijote. ¡Olé!