La sabrosa gastronomía ibicenca y su espléndido producto siguen triunfando. Su cocina tradicional –alabada por Pla, Luján, Racionero, Arzak, Adrià—resiste el embate de la globalización depredadora de susto-gusto estándar, algo que inevitablemente conlleva el turismo de masas ajeno a la magia del genius loci (ese personalísimo espíritu del lugar que gustan los viajeros sensuales).

Y si la cocina se mantiene y el producto se mima, eso significa que la esencia isleña no se ha perdido. Por eso me alegra el reconocimiento que ha hecho la Academia de Gastronomía de Ibiza y Formentera a ese oasis portmanyí que es Es Rebost de Can Prats, donde se come de maravilla desde hace un siglo. También al chef José Torres «Racó», bravo capitán de las cocinas de los Náuticos de Ibiza y San Antonio, Ses Escoles y Balanzat; a Vicent Marí, presidente de los apicultores de Ibiza, cuya voz de miel entona un idilio pastoril con sus queridas abejas; y David Rearte, de Re-Art, capaz de jugarse la vida por un auténtico tomate ibicenco. También hubo reconocimiento a la innovación de David Grassaüte en UNIC; a la relevancia gastronómica de Alvaro Clavijo en Es Tragón; y a la solidaridad de Santa Eulalia Contigo y Cocina Central, que alimentaron a mucha gente en los duros confinamientos (ese delirante arresto domiciliario, absolutamente inconstitucional) que dictaron a la sociedad.

La buena cocina nos alegra la vida y sus platos dan fe de la cultura de un pueblo. Es fundamental cuidar sus sabores y buen hacer, regresar al azafrán y desterrar el colorante; y brindar con ese regalo divino que es el vino, que siempre sabe mejor en libertad, para que los tristes totalitarios se dejen de prohibiciones y podamos al fin fumar en las terrazas.