Fernando Sánchez Dragó. | EUROPA PRESS - Archivo

Conocí a Fernando Sánchez Dragó en mitad del Océano Atlántico, allá por el 90 del pasado siglo. Navegábamos rumbo al mundo maya, en la aventura genial que se inventó el explorador ilustrado, Miguel de la Quadra-Salcedo, para potenciar los lazos fraternales entre España e Iberoamérica.
Dragó, como siempre, estaba muy bien acompañado y despertaba admiraciones y envidias. Impartió unas conferencias magníficas, sensoriales e irreverentes, pues era verdadero maestro de la oratoria, con una cultura fabulosa y mucha poesía que bebía de la fuente sagrada. Animaba a tirar la cámara de fotos por la borda del Guanahaní y aprender a mirar con el corazón.

Entonces yo era un imberbe enamorado de una cubana de armas tomar, pero recuerdo que me cayó estupendamente, y además me regaló Finisterre, libro sobre viajes, travesías, navegaciones y naufragios. Volví a verlo en su casa de Castilfrío, gracias a la invitación de Luís Racionero. Dragó siempre lograba estar en su salsa, que es privilegio de los sabios sensibles que han andado muchos caminos. También en Ibiza, donde acudía desde la llamada hippie al regazo de Tanit. La última vez, durante un homenaje a Antonio Escohotado.

Ideó la moción de censura liderada por Ramón Tamames. Esa moción ridiculizó a los burros políticos y abrió mucho los ojos de la sociedad ante la limitación intelectual de los cainitas aprovechados que pastan en el Congreso. También escandalizó a los putrefactos que no saben evolucionar y duermen con la biblia de Marx que nunca leyeron.