Aquí, a tu lado, sentada en el asiento de al lado, respirando el mismo aire que te aletea en la nariz, sintiendo tu perfume, tus miedos, tu emoción o tu incomodidad hay una persona
con nombre y apellidos, con ojos, voz e historia a la que puedes dar la mano si te vuelve a asustar otra turbulencia. No te preocupes si no nos conocemos, porque incluso eso puede solucionarse. No hace falta que finjas que no me ves, que no has ojeado el libro que estoy leyendo para espantar tus temores presos entre las nubes. Puedes interrumpirme si necesitas hablar para dispersarlos.
Desconozco en qué momento decidimos convertirnos en fantasmas, en seres tan independientes que se han desconectado de la realidad y se irritan si alguien los mira con curiosidad, con admiración o con ternura. La vida es como un avión en el que vamos juntos a ningún lugar. Un viaje sin retorno en el que nos embarcamos por distintas razones, pero que es más divertido e interesante si lo recorremos juntos.
Míralos caminado por las calles absortos en las pantallas de sus teléfonos, sin saber estar solos y conversar con sus «niños» interiores, e incapaces a su vez de conectar con otras almas. Obsérvalos en las grandes ciudades, en el metro, en una parada de autobús o en la sala de espera del
hospital. A veces creo que la inteligencia artificial ya está aquí y que alguien nos ha implantado un chip de la imbecilidad lavándonos el cerebro para hacernos olvidar las cosas realmente importantes: reír hasta que te duela la tripa, disfrutar de un atardecer o del agua fría del mar poniéndote la piel de gallina. Aspirar el olor a café y pan recién hechos, de la hierba y la tierra mojadas, de los abrazos de la gente a la que amas o de los labios que hacen que se pare el mundo al enfrentarse a los tuyos. A veces dudo
de nuestra inteligencia y sabiduría como especie. A veces me dan ganas de lavar la toalla, a ver si así se me quita el deseo de tirarla.
El otro día leí cómo Toni Planells desgranaba en este Periódico las reflexiones de una de sus entrevistadas
mientras esta le confesaba no entender por qué la gente ya no cantaba ni en sus casas. Lo hacía en una de esas crónicas cotidianas, honestas y bonitas a las que da vida y donde sus protagonistas son gente común, pero increíblemente importante. Un cocinero, una costurera, un peón de obra, un vigilante o una dependienta. Todos ellos, como tú y como yo, como parte del pasaje de este vuelo que compartimos y en el que nos esforzamos por simular que no lo sabemos y que no nos distinguimos.
Analizaba cómo había cambiado la sociedad de Ibiza desde una infancia que describía como muy humilde. Diseccionaba desde la sencillez cómo, aun así, en Vila «el ambiente era muy familiar y hasta alegre. Pasabas por delante de las casas y siempre oías cómo cantaba una mujer. La gente cantaba. Dime tú, lo que se oye ahora delante de esas casas», y este párrafo me lleva persiguiendo desde entonces, porque no tengo la respuesta. ¿Qué se escucha? Nada, solamente ruido. A veces alguna voz más alta de lo cortés, algo de «chunda-chunda», risas alborotadas y palabras en
cualquier idioma, pero una voz redonda como la de mi madre tendiendo la ropa al amparo de «Se me enamora el alma» nunca ha resonado en mi patio como lo hacía la suya. Tampoco los buenos días salerosos de vecinas convertidas en amigas como los que entonan «la Isabel» o «la Cris» cada vez que me ven cruzar el portal en Aranda. Aquí nadie dice ni hola, no se ofrecen a ayudarte a cargar con la bolsa de la compra, ni te traen de repente un túper con unas lentejas de esas que resucitan hasta a un agnóstico. No, la gente ya no canta ni sonríe y, si lo hace, se sonroja al segundo y baja la voz, por si alguien se percata de su existencia y repara en ellos.
Así que, ¿saben que les digo? Que yo me bajo y me niego a olvidarme de ser feliz y de ser persona, auténtica y humilde, feliz y risueña. Yo hoy pienso coger el micrófono y entonar lo que sea, porque en este trayecto no pienso perderme nada por pudor ni vergüenza y porque ni tú ni yo volamos ya solas.