Nos están echando», suspira María silabeando entre dientes cada una de estas palabras. Ya no importa que tengas un buen trabajo, ni que seas fijo, ni siquiera que estés dispuesto a renunciar a todos los caprichos posibles o a apretarte el cinturón, porque las cuentas no salen y no hay quien nos meta en cintura. A partir de los 30 años compartir piso es un suplicio, salvo que sea con la persona que has elegido para caminar por la vida, y cumplidos los 40 es una aberración. Aun así, hoy en Ibiza, si no tienes casa propia o una pareja con la que dividir gastos, acceder a un hogar en exclusiva es misión imposible, porque el alquiler supone en el 90% de los casos un sueldo medio completo. Y se están yendo. Ya no pueden más. No importa que sean periodistas, médicos, enfermeras, policías, arquitectos, masajistas, cocineros, camareros, butaneros o profesores de pilates, todos se largan. Los estamos perdiendo sin remedio a pesar de que nos son tan necesarios que, sin ellos, sin su talento, sin su esfuerzo y sin su profesionalidad este barco languidece cada día con más camarotes abarrotados y menos tripulación a bordo.

Nos morimos de pena al escuchar sus historias, mientras la rabia nos consume ante sus ausencias. No sé si son conscientes de la manera en la que nos escuece no poder darles una solución, no conocer a nadie capaz de alquilarles una vivienda a un precio razonable, justo y normal, porque parece que hemos normalizado conceptos como «camas calientes», «habitaciones con literas», «colchones en balcones» o «pagos de un año por adelantado». Ya no se nos enrojece la piel al saber que hay quienes indican a sus inquilinos que en verano les cobrarán el doble o que la pobreza se instala en nuestra isla del lujo llevando a guardias civiles a dormir en caravanas y a maestras a resguardarse en sus coches cada noche para no perder sus plazas. Hay quienes tienen la piel tan dura que han llegado a perder el tacto a costa de lucrarse de este oscuro negocio hasta límites insospechados, normalizando que un estudio de 50 metros cueste 1.200 euros al mes o 2.000 a la semana si se lo llevan de estraperlo con algún guiri incauto. No estamos hablando de mansiones ni de villas de lujo, sino de viviendas que en la Península costarían entre 400 y 800 euros.

Y mientras, nuestros amigos se despiden entre lágrimas y mochilas rotas dejándonos un poco más huérfanos y haciéndonos sentir culpables por no haber sido capaces de evitar su éxodo.

Escuchamos cómo adultos se ven abocados a sentirse eternos estudiantes en pisos destartalados y cada día son más los que tiran la toalla y se marchan a otras ciudades donde los días no son tan cuesta arriba y en las que alquilar o comprar una casa les permite comer, viajar o comprarse lo que les salga de los tuétanos. Porque esos que están esquilmando a los que tendrán que protegerles, que curarles o que ponerles una cañita fresca, llegará un día en el que no encuentren a nadie al otro lado del mostrador. Una mañana en la que se despertarán en un peñón vacío donde hasta los más ricos dejarán de venir ante la ausencia de sonrisas al otro lado de la barra. Para entonces ya todo estará perdido porque, como pregona el refranero popular, «la avaricia rompe el saco» y aquí hay colmillos demasiado afilados.

En unas islas donde el territorio es tan reducido como el nuestro y en las que no es posible construir grandes promociones de viviendas de protección oficial allende los mares, ellos son quienes tienen las llaves en sus manos para frenar esta locura.    No se trata de poner topes o de imponer a golpe de leyes techos, ni de blandir mazas, sino de que impere el sentido común y la coherencia.    Esto no va de colores, sino de corazones y de luces y recuerden estas letras: si no cuidamos de quienes nos cuidan, terminaremos solos, sin paliativos. Lo siento, María, te echaremos muchísimo de menos.