Cuando afirmo que no atravesaré determinadas puertas, ni saltaré por esas ventanas, lo hago con la certeza de que para cumplirlo y darle validez a cada una de esas sílabas seré capaz de cavar túneles infinitos, de abrir claraboyas que no existen en techos infinitos o de renunciar al aire fresco si este no me corresponde y no encuentro otra salida. Eso sí, les aseguro que nunca traicionaré ese puente perfecto que enlaza corazón y cerebro, salvo que me demuestren que estaba equivocada y que mis sentencias eran fruto de la ignorancia o del orgullo, en cuyo caso sacaré de paseo la humildad y esperaré el perdón de aquellos a quienes agravie.

Mi palabra es sagrada, porque si no es refugio y digna de respeto se convierte solo en letras que no dicen nada.

Mi palabra soy yo, es mi estructura y armazón.

Mi palabra se compone de los susurros y caricias que me dieron mis padres para que me desprendiese del egoísmo y me vistiese de razón, de las lecciones aprendidas de mis hermanos, maestros y amores y de cada libro y viaje que me ha cincelado por dentro. Porque si nuestra palabra pierde validez, si ya no vale y se convierte en letras vacías cosidas a un papel mojado, dejaremos de ser y de existir; nos convertiremos en animales que pasean sus instintos por calles y bulevares, primates cuya existencia básica se reduce a los pilares de la subsistencia: comer, dormir y procurarse placer, pero de los que nada quedará cuando sus huesos se conviertan en polvo.

Sin la certeza de que mi amistad es honesta, sincera y pura este abrazo será frío y no templará tu sangre, o sin la tranquilidad de saber que aquello que me cuentes descansará en mi cabeza y no será lanzado al viento, nuestra confianza se resquebrajará y perderá sin remedio. Sin la calma de saber que para ambos la educación y la lealtad son religión, no podremos visitar juntos ningún templo, y sin la paz de descansar tranquilos sabiendo que ante las inclemencias de la vida nos protegeremos, abrigaremos y apoyaremos, no habrá sueños ni noches plácidas. En mi boca no caben los puñales, ni el veneno.

Solamente hay una cosa positiva al descubrir grietas en la palabra de aquellos en los que creíamos: saber que su caligrafía no vale y dejar de leer en sus líneas. Tras el golpe, llega siempre la reflexión y con los años reducimos con este sesgo nuestros afectos para poder centrarnos en los que merecen ser más grandes.

Les cuento esto porque asistimos perplejos a los discursos de algunos sofistas que aseguran que nunca cruzarán determinadas líneas rojas y que crearán cordones imaginarios para cumplir sus promesas, para sonrojarnos acto seguido ante lo rápido que son capaces de saltárselos sin pudor confesando que su palabra no era tan importante. Entonces, si la honestidad, los valores y la verdad no son primordiales, ¿qué lo es? Porque llegados a este punto su credibilidad ha naufragado y nada de lo que digan y hagan será ya relevante. Si asesino a un hombre, seré una asesina; si miento a los demás, seré una mentirosa. La verdad cuando es redonda no tiene aristas, puede tener versiones, gamas cromáticas, pero su ausencia nos despega para siempre y nos aísla.

Mi palabra sí es sagrada. Si no puedo cumplirla abandonaré la primera este barco, porque navegar en aguas grises es un destino mucho más oscuro de lo que pueda depararme la valentía de reconocer mi afrenta. Prefiero la soledad de un asceta que el ruido de un charlatán.

Tengan cuidado con lo que prometen, con lo que defienden y con las personas a las traicionan, porque al olimpo de la lealtad no es posible regresar una vez que hemos salido de él y porque no es verdad que las palabras se las lleve el viento; su sonido es eterno.