El Historietista, Francisco Ibáñez junto con Mortadelo. | EUROPA PRESS - Archivo

Cómo me he reído a carcajadas con los tebeos de Mortadelo y Filemón! Su creador, el gran Ibáñez, era un magnífico psicólogo de la sociedad y picaresca ibéricas, ridiculizaba a los que presumen de la seriedad del burro (hoy en día serían los cabestros de la corrección política), y contagiaba verdadero sentido del humor, una coña fresca y marinera, una carcajada fabulosa que te limpiaba de gilipolleces existencialistas para lanzarte a la calle caliente y vibrante de la tragicomedia de la vida.

¡Qué suerte haber tenido esas historietas en vez de tanta memez televisiva o cibernética! También estaban Tintín (naturalmente me identificaba más con el capitán Haddock) y el Capitán Trueno, el Corsario de Hierro y Tarzán de los Monos, también Corto Maltés, el mismo que se alargó con una navaja la línea de la vida, y Conan el Bárbaro y sus rapiñas entre ardientes odaliscas, hasta llegar a suspirar por la bella Perla de Labuán, Mariana, y embarcar con los Tigres de Mompracem contra la Pérfida Albión, entre Tremal Naik, Yáñez, Sambligiong y la elegancia fiera de Sandokán. Por supuesto tales héroes son anatema para los ayatolás de la mentirosa igualdad, esos que pregonan el más bajo denominador común.

Dudo mucho que el presidente Sánchez (lagarto, lagarto) haya gustado de esas historias que maravillaron a tantas generaciones. Le van más los robóticos mangas japoneses, cosas de su agenda nada humanista, de su cultura de revista, de sus trajes atroces y diarrea verbal: el cántaro vacío es el que más suena.

Pero Ibáñez nos enseña a reírnos de todo, lo cual es una postura elegante, entre el seny y la rauxa, que anima a ponerse el mundo por montera.