La absurda manera en la que votamos los españoles ha llevado el país a una situación de la que no parece que vaya a ser fácil salir. Pero, sobre todo, ha puesto de manifiesto las anomalías de un sistema que a veces parece que hace aguas por los cuatro costados. Negociar con un individuo que se fugó de la Justicia a Waterloo en noviembre de 2017 tras intentar dar un golpe de Estado no creo que sea precisamente democrático. Ni honesto. Ni medio normal.

Pero aquí estamos, esperando a que Carles Puigdemont decida si ayuda a Pedro Sánchez a volver a ser presidente o si, por el contrario, y tal y como le exigen sus principales apoyos en el manicomio catalán, le da la espalda, bloquea la investidura y nos devuelve al agotador escenario de otra convocatoria electoral. Pienso que nadie en Junts creyó seriamente antes del 23 de julio en tener la llave del Gobierno o, como lo interpretan los separatistas de debó, en poder llevar a todo el país al que quieren destruir a un cul de sac del que solo podrá salir mediante la convocatoria de un referéndum y la amnistía para un numeroso grupo de presuntos delincuentes.

Personalmente, siempre he defendido la celebración de la dichosa consulta. Al menos para salir de dudas. España tiene un problema en Cataluña que se ha ido agravando con los años y para el que ya no vale la conllevancia de la que hablaba Ortega. Ahora la gobernabilidad de todo el país está en manos de un individuo que se piensa como presidente en el exilio y que tiene detrás a toda una colla de iluminados que cuando hablan de Cataluña lo hacen con la vista puesta también en Baleares y en Ibiza. El procés nos dio tardes gloriosas y días históricos. Lo de ahora no creo que vaya a ser tan divertido.