Yo sé lo que me gusta y adónde ir, pero a veces te sales de lo seguro por querer asistir a una novedad o acompañar a los amigos a los flamantes garitos que abren cada temporada con cordones y gorilas. Entonces te das de bruces con el peligro de la vulgar horterada, los malos modos de maîtres macarras y las pretenciosas cursilerías de camareros que pretenden enseñarte a comer. Se quedan pasmados y piden explicaciones si se devuelve un vino acorchado o una pastosa paletilla de sabor artificial, ponen cara de asombro cuando exiges que te sirvan la copa en la mesa y olviden el medidor anglocabrón, etcétera.

Y copié al genial don Néstor Luján cuando un relamido maître se atrevió a preguntarme que tal había comido: «Pues verá usted, si la sopa hubiera estado tan caliente como el vino, el vino tan viejo como la pechuga, y la pechuga tan abundante como la de la camarera, ciertamente habría sido una comida memorable».

La buena mesa es un placer y constituye el mejor aperitivo a una tarde de juegos prohibidos o la salida al safari nocturno. Hay una clientela sensible y sensual que sabe lo quiere y eleva el sitio al que acude, y otros, con dinero o sin dinero, que nunca comprenderán que la mesa es una ceremonia y beben el Armagnac torpemente a la Fouché, cuando debieran hacer caso a Talleyrand y levantar la copa, admirar el color, aspirar el aroma y, si es bueno, volver a dejarlo en la mesa y hablar de él.

La única manera de lograr un buen nivel es el mimo del restaurador digno y la exigencia del cliente que no debe callar lo que juzga impropio.

Y si te dan gato por liebre, al menos que lo hagan con estilo.