La vendimia. | Irene Arango

La vendimia se adelanta este año en Pitiusas, donde se lleva haciendo vino desde hace tres milenios. Cosas del calor, hay que vendimiar antes si se quiere evitar que el vino tenga tanta graduación como un orujo, esa moda aberrante que solo satisface a hooligans sin paladar; también para evitar la voracidad de las torcaces y las incursiones de numerosos nativos y forasters que paran en la cuneta para hacerse con racimos de uvas doradas.

En Ibiza y Formentera la ley payesa permite que cualquiera tome los frutos que le quepan en las manos, pero que si lleva un canasto se arriesga a una perdigonada. Me parece bien, sin duda es más civilizado que la costumbre siciliana de matar a un paseante nocturno (habitualmente un turista despistado) para que su sangre enriquezca la fuerza de la uva justo antes de vendimiar.

La vendimia y la matanza son fiestas ancestrales en los pueblos influenciados por el logos griego y la Cristiandad. En otras partes prefieren el té a la menta antes que un eau de vie o el hachís al tabaco. Cuestión de costumbres, pero me alegra que aquí celebremos culto a la santa copa, que es el mayor enemigo del aislamiento cibernético, a la taberna y los bares, templos sociales donde se da el placer de conocer otros seres, fantasmas y egos que nos enriquecen como personas. Se bebe, charla, toca, huele, liga y conspira, nada que ver con las asépticas relaciones por Internet, ese purgatorio profiláctico del onanismo mental.   

¿Será tal vez porque el alcohol—curiosamente un término de origen islámico que significa espíritu sanador—ha sido considerado un regalo divino, la razón por la cual es tan temido por algunos meapilas terrestres?