Dicen de él en un grupo de Facebook que «no es un gallo, es el gallo y la rotonda siempre ha sido suya». Se pasea erguido, orgulloso y sereno por las inmediaciones de Can Misses y espera paciente para cruzar cuando detecta que no hay mucho tráfico. Me han dicho que tiene un colega en Sant Antoni que se desplaza apacible por los pasos de cebra e, incluso, que en 2018 alguien lo vio deambulando por el aparcamiento del viejo hospital, tal vez en busca del camino de los quirófanos para vengarse por todas las tropelías cometidas por nuestra especie a su estirpe, y hace muy poco provocó el caos en la rotonda de Juan XXIII cuando, según publicó este mismo rotativo, «cruzaba la vía con gran brío y desenvoltura». Ambos podrían ser el mismo personaje, al menos el de Vila, si tenemos en cuenta que estos animales viven entre 5 y 10 años.

Me gusta verle por las mañanas, cuando me dirijo a mi agencia de comunicación, y no puedo evitar aminorar el paso, sonreírle, mirarle con complicidad e imaginarme mil historias en las que él es el protagonista y yo una mera espectadora de sus gestas. Como en los dibujos animados de los Trotamúsicos (esa serie española basada en el cuento ‘Los músicos de Bremen’, de los Hermanos Grimm), acostumbro a llamarle Koky, en homenaje al valeroso gallo que tocaba la guitarra eléctrica en esta tierna ficción. Los dos se parecen en su brillante color rojo y en que ambos se escapan con asiduidad de la granja en la que viven. Coinciden también en su carácter atrevido y vivaz y puede que él también se pase las noches de fiesta con las gallinas y por eso se olvide de cantar por las mañanas. He llegado a bajar la ventanilla e intentar llamarle, pero siempre me esquiva, me ignora e, incluso, como hiciese en los años 80 ‘Copito de Nieve’, aquel gorila albino que habitaba el Zoo de Barcelona, me muestra sus posaderas como respuesta a mi poco atractivo canto.

Los gallos y las gallinas tienen su propia personalidad y les gusta superarse continuamente, según apuntan algunos estudios, así que creo que Koky cada día se reta a sí mismo para ver a cuántos coches toreará y pondrá en jaque. Hay una científica, Lori Marino (docente en la Universidad Emory, Atlanta, EE. UU., y fundadora y directora ejecutiva del Centro Kimmela para la Defensa de los Animales) que ha publicado un estudio sobre su psicología, comportamiento y emociones, donde los compara en inteligencia con los delfines al afirmar que pueden razonar por deducción y que desarrollan habilidades similares a las del cerebro de un niño de siete años. Es decir, que tienen cierto sentido de los números y son capaces de recordar y de deducir. Para sentar estas afirmaciones, la señora Marino ha hecho pruebas con polluelos domésticos recién nacidos, «demostrando» que discriminan entre cantidades e, incluso, recuerdan la trayectoria de una pelota hasta 180 segundos si la ven en movimiento y durante un minuto si no la ven.
Si los retamos con comida, los pollos demuestran un importante autocontrol con tal de obtener la recompensa y se comunican entre ellos con un amplio repertorio de presentaciones visuales y más de 24 vocalizaciones distintas. Es decir, se llaman, se exhiben e, incluso, emiten silbidos para transmitir información.

Así que Koky no solo es el rey de la rotonda de Can Misses, sino que, desde su libertad real, esa que le lleva a hacer lo que le da la real gana, se pasea gallardo viendo cómo nosotros, supuestamente seres superiores y avanzados, nos encerramos en latas con ruedas, trabajamos doce horas al día y nos olvidamos de las cosas fundamentales: cerrar los ojos y respirar el aroma de la hierba recién mojada, entornarlos para ver amanecer y cantar hasta quebrarnos la voz para mostrar nuestra pena o alegría. Koky aletea alucinado al observarnos caminar pegados a una pantalla que nos distancia de la realidad y de los nuestros y se caga de risa ante nuestro baremo de lo que son problemas o de las cosas que necesitamos para ser supuestamente felices.

Prométanme una cosa: la próxima vez que lo vean cruzando la calle sonrían, imagínenlo haciendo música y recuerden que ninguno de los dos sabremos nunca qué fue antes, si el huevo o la gallina, pero que muchas veces quienes vamos «como pollo sin cabeza» somos nosotros y no ellos.

Hasta mañana, Koky, nos vemos a la hora de siempre.