Los excesos son una de mis aficiones vitales favoritas. Hay quien defiende que dan una vida más larga, otros se quedan con la llamarada de intensidad, incluso algún místico afirma que su senda lleva al palacio de la sabiduría. Nada que ver con eso que llaman hoy turismo de excesos, que acostumbra a ser de una zafiedad deprimente, bajo cuya vulgar pezuña no vuelve a crecer la hierba de ningún otro viajero.

Recuerdo cuando el actor Michael Douglas confesó coñón que dejaba Ibiza para su hijo, porque él estaba ya mayor para tantos excesos. Por supuesto los políticos de turno se rasgaron las vestiduras por la imagen babilónica que un embajador baleárico vendía de las Pitiusas. Eso fue hace años pero nada ha cambiado, tan solo ha crecido la hipocresía oficial de los que fomentan un deprimente turismo de excesos que expulsa a todos los demás.

En la tolerante Ibiza siempre ha regido la máxima de ‘Vive y deja vivir, pero no des el coñazo’. Los excesos eran una cuestión personal, pero al que excedía con los demás se le ponía firme. El problema empieza cuando desde la política se da carta blanca a determinados garitos para joder al vecindario, incluso dentro de un pueblo, repetidamente, excesivamente y sin respeto alguno. ¿Cambiaría la cosa si la Guardia Civil tuviera competencias en las denuncias por ruido?

Y luego encima se quejan de la imagen excesiva, que se han ganado a pulso, incluso extendido con estúpidas cesiones en áreas hasta hace poco tranquilas, pues la mala educación se contagia cuando las más básicas ordenanzas se incumplen o modifican a conveniencia, adjudicando licencia para molestar. El turismo de excesos es una elección política.