Reconozco que ando muy perdido con lo que estamos viviendo últimamente en España. No sé si se trata del último guion que dejó escrito mi admirado Luis García Berlanga para una película póstuma o es que ya la realidad me ha pasado por encima de una manera tan brutal que a lo mejor la solución es buscar la salida de emergencia y largarme a vivir definitivamente a una playa de un islote sin nombre ni ley ni rutina para disfrutar de los placeres más sencillos y no escuchar el desvarío en que se ha convertido nuestra querida España.
Porque aunque parezca imposible en pleno mes de octubre de 2023 hubo un tiempo en el que nuestro país podía presumir de muchas cosas y cuando salías al extranjero podías decir que eras español con la cabeza alta. Un tiempo en el que nuestros platos más tradicionales eran una referencia a nivel mundial antes de que los gurús en la materia la catalogaran de insana y lo llenaran todo de experiencias y viajes gastronómicos donde hay que hacer una tesis doctoral para saber lo que estás comiendo. Incluso, aunque no se lo crean hubo un tiempo en el que el fútbol no era un negocio, los escudos no se transformaban en meros logotipos y los colores no eran pervertidos por las marcas deportivas en su afán por sacar varias camisetas cada año para luego venderlas a 90 euros cada una. Y es más, los que ya vamos teniendo una edad podemos presumir de haber disfrutado con conciertos de grupos y cantantes que hacían música de la que llamamos de verdad y que, nos guste o no, sigue perdurando en la memoria colectiva de millones de personas en toda España.
Pero de todos los cambios que he experimentado a lo largo de estos años el que más rabia me produce es el de la metamorfosis de nuestra clase política. Aunque si les soy sincero nunca les tuve demasiada simpatía, porque les veía como estómagos agradecidos mientras mis padres y otros muchos como ellos se dejaban la piel por traer a casa un sueldo digno cada mes, siempre me gustó de ellos su capacidad de oratoria o la elegancia y prestancia que mostraban en la tribuna del Congreso de los Diputados y que provocaba cierta fascinación en los muchos ciudadanos que antaño hacían cola para entrar al hemiciclo y escuchar como sus señorías debatían. Aunque muchas veces no se les entendiera y aunque pensara que lo suyo era enrollarse para luego no decir nada, me sorprendía como eran capaces de defender sus ideas ante el contrario siendo, en muchos casos, dignos herederos de los maestros de la oratoria que aprendí en mi carrera.
Pero ahora todo es muy distinto, entre otras cosas porque ya no se puede acceder libremente a la tribuna de público del Congreso de los Diputados si no se tiene autorización o invitación previa. Y, sobre todo, porque la calidad de quienes representan a la ciudadanía ha bajado muchos enteros pasando sus señorías de ser personas como usted y como yo, con ideas propias sobre distintos temas y accesibles a los medios de comunicación y al votante de a pie, a ser ese número anónimo que ocupa su escaño durante unas horas y que aplaude todo lo que dice su líder sin plantearse si está bien o mal y amparados en lo que ahora se llama disciplina de voto y que tanta vergüenza ajena genera. Son meros peones que dan la sensación de estar allí únicamente pensando en su abultado sueldo y en unos privilegios que ya quisieran muchos ciudadanos a los que representan.
Y todo ello sin respetar las más mínimas reglas del decoro parlamentario y de la elegancia y el respeto contra el contrincante que no piensa igual y sin importarles lo más mínimo la imagen que trasladan al exterior del hemiciclo. Ni siquiera pensando en que nuestras generaciones futuras puedan sentirse avergonzadas por lo que se transmite en actos tan importantes como una sesión de investidura por mucho que se sepa de antemano que está condenada al fracaso. Y, sobre todo, sin pararse a pensar que aunque en esta sociedad ya parece que vamos cuesta abajo y sin frenos, en ocasiones es conveniente pararse, respirar, mirar alrededor y comprobar que no todo vale. Porque señores diputados y políticos, unos y otros, los de izquierda y los de la derecha, los que creen en una España unida y los que creen que estarían mejor fuera de ella... la educación y el respeto es la base sobre lo que se sustenta cualquier sistema democrático. Y por ello, por su bien, por el mío, y por el de los muchos ciudadanos les votan cada cuatro años, reflexionen y piensen que no todo vale.
Porque a fin de cuentas ustedes son los que tienen que decidir y aprobar las medidas y las leyes que nos lleven hacia un futuro mejor y hacia una España de la que nos podamos sentir orgullosos. Y porque aunque no lo valoren, la ciudadanía confío en ustedes. Solo espero que aún estemos a tiempo de cambiar las cosas, de pensar que todo esto solo fue un desliz y de que su imagen no se siga deteriorando. Porque si no, seguirá cobrando cada vez más vigencia la canción de Ismael Serrano Atrapados en azul donde se decía literalmente aquello de… Ellos me protegen de ti
¿De ellos quién me va a proteger?.