Un payés pidió amablemente a una casa vecina que bajasen la música. Como no le hicieron ni caso y tampoco servían las llamadas a la policía, blandió un hacha y regresó para acabar con el estruendo electrónico. Cortó los cables de la luz y sembró el pánico entre unas criaturas alucinadas que pensaron haber entrado en una pesadilla de Fredy Kruger.

Cada vez son más frecuentes estos casos. La sociedad no está tan aborregada como los políticos desearían. Todavía recuerdo a esa esplendorosa payesa, al trote en su carromato, que arrojó olímpicamente una pesada patata contra la luna del coche de un traficante de armas que la atronaba con el claxon. El coche del sanguinario hortera acabó en la cuneta y la payesa siguió con toda la calma del mundo su camino. Desde la campiña pitiusa podía haber cantado esos versos antiguos: «Por necesidad batallo/ y cuando monto a la silla/ se va ensanchando Castilla/ delante de mi caballo».

Hay derecho a la defensa contra los vulgares excesos de gente muy maleducada. En el campo y en la mar, pescadores, cazadores y payeses no toleran lo intolerable, como sí hacen muchos temerosos urbanitas en algunas poblaciones que se rasgan las vestiduras con la temida etiqueta de turismo de excesos cuando, paradójicamente, es algo que se han ganado a pulso. ¿Daños colaterales? Bah, eufemismos para la falta de valor, corrupción y nulo seny que llevan a la degradación social.

Para que la cosa no se salga de madre es fundamental hacer cumplir las ordenanzas de ruidos, más seguridad, mayor limpieza y meter en vereda a los que no tienen respeto por los demás. ¿Contaminación lumínica?, espantosa; pero todavía no se atreven con la mucho peor acústica que está maleando el paraíso.