Pedro Sánchez. | Europa Press

Si usted tiene en su trabajo un jefe o un socio que hoy dice blanco y mañana negro, que cambia de opinión según le conviene a cada momento, que su palabra no vale nada porque quizás a la semana siguiente defiende lo contrario de lo que venía sosteniendo hace unos días, sabe perfectamente que esa persona no es de fiar porque uno no sabe nunca a qué atenerse. Nadie pondría a alguien así al frente de una modesta comunidad de propietarios, ni querría hacer negocios con esa persona, cuyos principios cambian según de dónde sopla el viento. Pues en España esa persona es el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Un político que ahora se muestra como un entusiasta partidario de amnistiar a los líderes del procés independentista, algo que siempre se mostró contrario a hacer porque la amnistía no tiene encaje constitucional.

Pero a él le da igual porque ha colocado al frente del Tribunal Constitucional a Cándido Conde-Pumpido, otro tipo sin escrúpulos que retorcerá la Carta Magna cuanto haga falta para hacerle decir lo que no dice, pero ahora conviene que lo diga aunque no lo diga. «En el nombre de España, en el interés de España, en defensa de la convivencia entre españoles, defiendo hoy la amnistía en Cataluña», proclamó Sánchez ante el Comité Federal del PSOE. Todos los presentes se pusieron en pie y ovacionaron al amado líder. Si eso mismo lo dice en la campaña electoral de las elecciones generales que perdió, no saca ni escaños. ¡Qué digo 50! ¡No saca 25 tristes diputados! Y una amnistía, ¿para qué? A parte de para que le hagan presidente del Gobierno los diputados de JuntsxCAT, ¿para algo más? ¿Para que renuncien a la vía unilateral? ¿Para que acepten respetar la Constitución? En absoluto. Carles Puigdemont exige no sólo la amnistía, sino también el derecho a la autodeterminación, que Sánchez niega. Pero ¿acaso vale algo su palabra?