El instituto Santa Maria ha puesto carteles en sus aulas indicando la prohibición del uso del teléfono móvil. | Moisés Copa

Hace apenas unos días el Govern de les Illes Balears se ha sumado a otras Comunidades Autónomas estableciendo medidas restrictivas del uso de móviles en los centros educativos, limitaciones que, por otra parte, venían reclamando algunos sectores del ámbito familiar y educativo. Aunque no es una medida que tenga todo el apoyo ciudadano. Por un lado, algunas creen que se queda corta y, por otro lado, otros piensan que es excesiva.

Aquellos lectores que en alguna ocasión hayan leído alguno de mis artículos de opinión en ese periódico, sabrán que mi posicionamiento es claro, la mayoría de especialista recomendamos los smartphones a partir de los 16 años o como muy pronto alrededor de los 14 años. Por consiguiente, el debate sobre su uso en centros escolares termina pronto, no tienen edad para tener móvil. Sin embargo, las estadísticas establecen que la propiedad del teléfono se sitúa en los 11 años, quizás por aquí comienzan los problemas.

He escuchado a muchas personas hablar de la educación tecnológica como la clave para evitar este problema. Estableciendo que la dificultad de gestión de pantallas se resolvería capacitando a los menores en esta materia. Desde un punto de vista generalista creo que tienen razón, la educación es el mejor instrumento. Ahora bien, pensar que educar en tecnología es como el que enseña a manejar una pala, que la usas cuando la necesitas o con un objetivo concreto y que después la dejas hasta que la vuelvas a necesitar; sería un planteamiento bastante ingenuo, dado que el móvil no es un instrumento inicuo o inerte, sino todo lo contrario.

Son muchos los estudios e investigaciones que han destacado las similitudes entre los mecanismos neuroquímicos de la dependencia a sustancias y las llamadas adicciones comportamentales o sin sustancias, como la tecnología. En esta última categoría entran las adicciones a pantallas, internet o videojuegos. Una gran parte de los contenidos tecnológicos, tanto las redes sociales como los videojuegos, están diseñados para mantenernos centrados en ellos el mayor tiempo posible. Gracias a la combinación de estímulos sonoros, visuales, interacción online. Y por otro lado, al desarrollo digital, plagado de retos, recompensas, exploración de mundos virtuales y otras estrategias, activan múltiples neurotransmisores: adrenalina y cortisol, dopamina, serotonina, oxitocina, endorfinas, etc. en una experiencia global difícilmente igualable por las del mundo físico.

Pensar que un niño o niña de primaria tiene la madurez suficiente para autogestionar un dispositivo tan potencialmente adictivo, sería igual que pensar que un menor tiene la capacidad de gestionar el consumo de cocaína. Toda intervención preventiva y educativa necesita el apoyo de la limitación y la regulación. De hecho, esta iniciativa de control llega demasiado tarde e intuyo que nace de los problemas ya existentes en los centros educativos, y no de una reflexión profunda sobre el problema de la tecnología en el desarrollo psicosocial de nuestros adolescentes.

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