Francina Armengol. | Archivo

Cada vez que recuerdo los días de la pandemia me invade el mal rollo. Una sensación terriblemente desagradable, mezcla de incredulidad y de impotencia. Aquellos días nos encerraron en nuestras casas y nos decían, mañana, tarde y noche, que lo suyo era colocarnos el tapabocas hasta cuando estábamos con nuestros hijos. Lo más excitante entonces era hacer pan, usar papel de water, comprar por internet y observar cómo nuestras cuentas bancarias se iban quedando prácticamente a cero mientras nos decían cosas chulis como «saldremos mejores». No hacía falta ser muy avispado para intuir que algo no cuadraba.

En Baleares, mientras aquello sucedía, la entonces presidenta del Govern, la socialista Francina Armengol, se ponía como las Grecas en el Hat con la excusa de trabajar por los ciudadanos. O se hinchaba a canapés en una comida privada en can Botino ante la leal mirada de su mascota vilera. O decretaba restricciones más fuertes en Ibiza que en Mallorca a pesar de que aquí los números (que ya es imposible creer que fueran reales) eran mucho mejores que allí.

Ahora sabemos que la misma Francina, además, compró mascarillas ultrafake a precio de oro y sin contrato a un portero de garito de lumis que había ascendido hasta ser la mano derecha de un todopoderoso ministro y secretario de Organización. Además, dicen, cambió los papeles para que el despropósito se pagara con fondos de la UE que eran para otras cosas. Y, por si esto no fuera suficiente, no reclamó la pasta hasta que ya no le quedó más remedio.

Es la misma Francina que hoy, acosada por la Fiscalía europea porque la Oficina Anticorrupción de aquí no vio nada raro (¡chorprecha!), dice que la corrupción le da asco. Ay, querida, asco dais tú y tu troupe de mediocres y trepas. Mucho asco.