El tiempo pasa demasiado rápido. Casi sin darnos cuenta nos adentramos en el inicio de una nueva temporada estival con la sensación de no haber podido llegar a saborear el placentero silencio invernal que nos inunda a diario. Los comercios y restaurantes se adecentan para reabrir sus puertas hasta ahora cerradas a cal y canto, se publicitan los openings de las discotecas a bombo y platillo, se retiran de las playas los restos de posidonia que las han adornado estos últimos meses y el bullicio comienza poco a poco a adueñarse de las principales arterias de la ciudad. Ya están aquí, murmuramos muchos con cierta sensación de desasosiego al escuchar hablar más inglés o italiano que castellano.

No es de extrañar que las islas atraigan a multitud de turistas llegados de todos los rincones del planeta. Su clima, sus playas, su cultura y tradiciones, sus clubs y restaurantes, son un reclamo lo suficientemente goloso como para dejarse caer y ver por estos lares. Con ellos llegan multitud de trabajadores dispuestos a venderse al mejor postor. Ya se sabe, ganar mucho en verano para vivir de rentas en invierno. Hasta el robo de trabajadores está de moda. Pero también llega el turismo de excesos con su balconing o sus nuevas drogas de diseño, los accidentes de tráfico, la ocupación de viviendas sin ningún miramiento, el alquiler de cualquier cuchitril en el que habitar o el robo de relojes de alta gama en menos que canta un gallo. Vamos, todo un sinfín de sucesos previsibles por reiterados que requerirán de la necesaria atención por quien en cada caso corresponda. Ni que decir tiene que todo ello integra en su conjunto una enorme máquina de hacer dinero de todos los colores y, con ello, de un amplio margen de beneficio para quien recauda y llena sus arcas con esta particular invasión.

Pero no deja de ser curioso que un sitio tan apetecible para turistas, visitantes, mano de obra nacional e internacional, maleantes y calaña de todo tipo, no lo sea tanto para aquellos trabajadores públicos que no están aquí para hacer la temporada y descorchar botellas a precios de locos, sino para soportar el enorme peso de la administración del estado durante todo el largo año, con el amplio abanico de inconvenientes que ofrece la isla y que son por todos sobradamente conocidos, hasta el punto de verse rápidamente disuadidos de incluirla como destino en sus solicitudes de traslado. Abrirán sus puertas las lujosas y privadas villas sobre los acantilados. Llegarán multitud de jets privados y de mega yates hasta con helicóptero. Pero también volverán las autocaravanas, las tiendas de campaña y cualquier otro tipo de infravivienda con la que poder medianamente sobrevivir, que no vivir.

La población local no cubre estas necesidades, ni de lejos. Sirva como ejemplo que de los trece jueces titulares de los órganos judiciales ibicencos ninguno es natural de Ibiza. Es más, de las once personas que integramos la oficina judicial de mi propio juzgado, el número tres de primera instancia, tan solo una es natural de Ibiza. Ello supone la necesidad de cubrir las plazas con personas llegadas de todos los puntos de la península, que al primer reto al que se enfrentan, nada más desembarcar, es simplemente el de conseguir un alojamiento a precio asumible. Lo de digno ya lo dejamos para otro día. Ni que decir tiene que, preferentemente, tienen que ser jóvenes, solteros y sin descendencia, porque en caso contrario la cosa se complica sobre manera. Su salario les va a permitir, con suerte, pasar sin pena ni gloria por estas tierras, por lo que, por lo general, no suelen durar mucho en un lugar diseñado para salarios más elevados con los que atender el gasto en vivienda y que, de paso, te quede algo para poder hacer la compra o tomar un zumo de naranja a un precio que ya quisieran los agricultores les pagaran el kilo de naranjas.

Es tan sencillo como leer cada día la prensa que ahora mismo sostienen en sus manos o leen en sus pantallas. Faltan profesores por doquier, aquí y en Formentera. Hay carencia de personal sanitario, habilitando espacios destinados a otros menesteres para que hagan las veces de residencia temporal o incrementando sus retribuciones para conseguir cubrir plazas de especial relevancia para todos. La unidad de atestados de la Guardia Civil hace aguas y es frecuente ver como alguno de los miembros de la benemérita malvive en autocaravanas. Que más se puede decir cuando la oficina de tráfico tiene que cerrar por falta de personal, incluidos los examinadores.

Educación, sanidad, seguridad y justicia, son elementos esenciales de nuestro estado de derecho, cuyos límites parecen difuminarse al entrar en nuestro territorio. Vendemos sol, playa, lujo y cachondeo a raudales, pero no se olviden que hay servicios esenciales que mantener para que las islas sigan siendo la gallina de los huevos de oro. No todo es recaudar dinero y llevárselo lejos. También hay que invertir en este mismo lugar, exactamente unos dieciocho millones de euros anuales para actualizar el plus de insularidad de los funcionarios de toda Baleares, el chocolate del loro si se compara con otros dispendios de menor trascendencia social o incluso si se compara la situación balear con la que acontece en otros territorios nacionales como Canarias, Ceuta o Melilla. Y no se queden solo con que el incremento del plus de insularidad es la solución a todos los males. Es solo una más de las muchas medidas que deben tomarse, todas en materia de vivienda.

Por eso vengan, vengan todos a disfrutar de nuestras islas, que la fiesta está a punto de comenzar. No olviden sus gafas de sol, su traje de baño y su toalla. Pero recuerden, si les ocurre cualquier percance veremos qué sanitarios les atienden, qué unidad de atestados les asiste, quien va a evitar que les roben su reloj de lujo o cuándo será juzgado ese o cualquier otro delito del que sean víctimas. No, no se trata de colores o de ideología política, sino del más puro sentido común. El problema existe, es grave y necesita una solución urgente. Está en sus manos hacer de éste un destino aún más apetecible, estable y fiable antes de que sea demasiado tarde. Los funcionarios públicos no quieren venir, y cuando vienen se van como alma que lleva el diablo. Pierden ellos, perdemos todos. No hay más ciego que el que no quiere ver y hasta los ciegos lo ven, porque, como en la serie, aquí no hay quien viva.