Es increíble el resultado de los análisis del agua de Sant Jordi. 16 veces más sal de la que se considera ‘agua potable’. A mí, sin embargo, no me han sorprendido. Me explico. Los resultados del agua que leerán publicados hoy en este periódico corresponden a un análisis del agua que sale por el grifo de mi casa. Es el agua con el que he crecido y con el que creo que seguiré viviendo hasta que abandone el municipio para emanciparme. Nuestro alcalde promete agua buena antes del verano que viene. Para los vecinos son sólo cantos de sirena que se repiten en bucle legislatura tras legislatura. El agua siempre ha sido mala, es mala y estamos seguros de que seguirá siendo mala.

Al ver los resultados algunos compañeros míos mostraron, medio en broma, cierta compasión: «¿Quieres venirte a duchar a casa estos días?», bromeaba un compañero. «Estos días» -pensé-, realmente la gente cree que es cosa de estos días, en los que el problema ha empezado a ser visible en los medios, pero no. Prueba de ello son los grifos que se han podrido prematuramente por la cantidad de cal y sal exagerada del agua, los lavavajillas que han acabado en el desgüace por no aguantar lo que los análisis definen como «sabor salobre», o las lavadoras que, tal vez por la sal o tal vez por el exceso de suavizante, acabaron sus días siendo jóvenes.

Mientras en casa los electrodomésticos se suicidaban poco a poco, y el jabón en la ducha no hacía espuma, crecí viendo los reportajes de España Directo en los que había pueblos viviendo auténticos dramas porque tenían que comprar agua en el supermercado para poder beber. ¿Se imaginan no poder beber el agua que sale de sus grifos? Menos mal que vivimos en el paraíso.