Mi oficio es el de contar lo que le pasa a la gente. Una de estas historias, la de las personas sin hogar, me ha producido una gran indignación y un sentimiento de vergüenza. Hace 18 años que trabajo como periodista en esta isla, salvo un paréntesis laboral de un año, y desde entonces he escuchado a los técnicos de servicios sociales hablar de los sin techo, de un colectivo que ha ido creciendo. De hecho, desde hace tres legislaturas, concretamente doce años, se habla de la necesidad de un centro de baja exigencia del que ahora se está redactando el proyecto. Los políticos han ido pasando de puntillas, tanto los de la izquierda como los de la derecha, ante la gente sin hogar y estos últimos años se ha agravado con el problema de la vivienda.

Desgraciadamente es un colectivo que no interesa pero están y son muy visibles. El miércoles pasado tuve la oportunidad de ir al lugar donde vive uno de ellos y, de sopetón, me encontré con otros dos. Además, hace escasamente un mes, en el cajero de un banco había otra persona durmiendo oculto tras unos cartones en los que sólo asomaba los zapatos. No hace falta escarbar mucho en esta isla para encontrarlos. Es gente normal que un día «por decisiones desafortunadas de la vida», como decía una trabajadora social de Cáritas, una entidad que hace una labor encomiable, ha traspasado esa línea tan fina y han quedado en la calle. Alzo muy poco la voz, pero no me puedo quedar callada porque es inadmisible que un sexagenario enfermo viva en la calle durante cinco años. Este Estado del Bienestar que nos han vendido durante años me está creando malestar y, sobre todo, mucha vergüenza.