Este fin de semana me armé de valor y, en mi afán por no perder la plaza de aparcamiento en Vila, decidí hacer uso del transporte público después de más de cinco o seis años sin subir a un autobús en Eivissa (no me enorgullezco, ni mucho menos, pero es la realidad). Bajo un sol abrasador de domingo, que invitaba más a estar en la playa que esperando el transporte público, llegué a las 12,45 horas a la parada de la antigua delegación del gobierno para ir a Santa Eulària, más en concreto, a la localidad de es Canar. Supuestamente había un bus a las 13,00 horas, pero éste no apareció. Mientras esperaba, la sombra del árbol y de las dos marquesinas de la antigua delegación del gobierno se convirtió en el bien más preciado para personas mayores, jóvenes que se notaba que huían del sol tras los excesos de la noche anterior y sobre todo para una pareja de padres jóvenes con un bebé al que intentaban tapar el sol con un gorrito. Y llegó por fin un bus a las 14.00 horas. El conductor no sabía nada sobre por qué su antecesor no había aparecido. Ni una explicación. Una señora que también iba a es Canar comentó con resignación mientras esperábamos para subrir: «Suerte que salgo de trabajar y voy a casa y no al revés». Y lo mismo pensé yo. Suerte que únicamente me esperaban en casa para comer y no para algo más trascendente. Ya a la vuelta, decidí emprender el camino a Vila a las 17.00 horas («no vaya a ser que tarde otras dos horas en llegar», pensé). Y tuve más suerte: únicamente tardé una hora, y no dos como a la ida, para recorrer los 18 kilómetros que hay hasta Vila. La conclusión de esta experiencia ‘dominguera’ en el autobús es que mucho debe mejorar el transporte público tanto en precio (3,55 euros hasta es Canar) como en frecuencias y el cumplimiento de las mismas para que la gente de la isla cambie el ‘chip’ y lo tenga como primera opción. Yo, mientras tanto, lo volveré a intentar, que no se diga.