La dictadura de lo políticamente correcto tiene por víctima principal la libertad de expresión, que se traduce en la confusión mental de quienes creen que dar cerillas al incendiario es el mejor método de evitar los incendios. Por eso vuelve a estar de actualidad el libro de Max Frisch «Biedermann y los incendiarios (obra didáctica sin moraleja)», publicado en 1958. En él, las fuerzas destructivas se manifiestan en forma de una serie de incendios provocados que a todos aterrorizan. Cuando dos individuos le piden que los aloje en su casa, Biedermann siente aversión y desconfía de sus intenciones, pero ambos individuos actúan con una mezcla de arrogancia exigente y apelación a la compasión como víctimas de la sociedad que no se decide a pedirles que se vayan. Instalados en la buhardilla de la casa, empiezan inmediatamente los preparativos para incendiarla. Hacen rodar bidones de gasolina, trabajan con detonadores y salen a buscar astillas. Biedermann (*) percibe todo esto y se inquieta, pero es incapaz de sacar la obvia conclusión de que se encuentra ante un grave peligro que debe afrontar, pero, en lugar de hacerlo, trata de complacer a los individuos con la esperanza de poder conjurar el peligro. ¿Qué le impide afrontar la realidad? Parte de la respuesta consiste en un buenismo que no es expresión de principios morales profundos sino de pusilanimidad ante el conflicto o, como el coro de bomberos formula a lo largo de toda la obra: «¡Vaya!, éste espera que de su bondad surja el Bien». Esa indecisión ante el conflicto es aprovechada por los huéspedes y cuando su anfitrión empieza a hacerles preguntas críticas le dan a entender que se sienten ofendidos pretendiendo, al mismo tiempo, darle la impresión de que tienen idénticas aspiraciones porque se basan en los mismos valores humanistas. Uno de ellos le dice que, al albergarlos en su casa, Biedermann ha dado muestras de humanidad. Él acepta de buena gana el halago. La única razón por la que no echa a los huéspedes es por una cuestión de humanidad: respeta la necesidad de los huéspedes de alojarse en su casa, con bidones de gasolina y todo pero, tras la timidez ante el conflicto, el buenismo y las constantes manipulaciones de la realidad acecha … el pavor. En última instancia, es ese pavor el que conduce a Biedermann a convivir con los preparativos cada vez más obvios de los huéspedes para provocar incendios; a medida que éstos se comportan con más desparpajo y muestran actitudes más amenazadoras, pierde el coraje de hacerles frente. En un momento incluso se dice: “Si los denuncio sé que los convertiré en mis enemigos y ¿qué ganaría con eso?, una cerilla y toda la casa se incendiaría». Cada vez que surge el miedo, intenta reprimirlo, sin ser capaz de superarlo; sólo desea «tener una existencia normal y olvidar a los incendiarios». Por eso tiene la necesidad de contemplar a sus huéspedes bajo un aspecto positivo y se traga las falsas palabras que le dirigen, como por ejemplo «humanidad» y «conciencia». Cuando hablan abiertamente de los bidones de gasolina, él opta por considerar esas expresiones como humorísticas y cuando le resulta imposible dejar de considerar los hechos desagradables, elige llamar confianza a su ceguera. «En una palabra, estoy harto de todo. ¡Basta ya de incendiarios! Estoy harto de hablar de lo mismo; ¿acaso no hay otros temas de conversación? Sólo se vive una vez; si se piensa que todos los hombres son incendiarios ¿cómo mejorarán las cosas alguna vez? ¡Por Dios, hay que tener un poco de confianza, un poco de buena voluntad, digo yo!» Al final, Biedermann llega tan lejos en su intento de aplacar a los incendiarios y de convencerse de que basta un poco de amistad y humanidad que entrega a sus huéspedes las cerillas que necesitan para culminar sus planes: tanto él como su familia, su casa y toda la ciudad acaban siendo pasto de las llamas.

En septiembre del año pasado, centenares de voluntarios alemanes acogieron con entusiasmo, en la estación central de Munich, a millares de personas bajo el eslogan de «Refugees welcome». En julio de este año, un joven afgano atacó con un hacha y mató a varios ciudadanos del país que le había dado refugio y otro de origen iraní asesinó a nueve de las personas que pagaban con sus impuestos su costoso tratamiento psiquiátrico. Sería interesante saber si alguna de sus víctimas fue una de esas almas cándidas que les acogieron con pancartas, chocolatinas y entusiasmo en la estación. Un día de estos explicaré el concepto islámico de la takiiya por si algún partidario de la Alianza de Civilizaciones quiere enterarse de lo que vale un peine, aunque temo que lo políticamente correcto se lo impida.


(*) En alemán, Biedermann significa «hombre de bien», pero también «pequeño burgués».