Siete de la tarde, un día sofocante en Vila. Más de 30 grados y humedad a tope. El cuerpo pide agua fría… o mejor, un helado. ¡O no! … ¡mejor un granizado de limón, bien frío!! Mi cabeza empieza a hacer un croquis para ubicar rápidamente la heladería más cercana y el recorrido más directo hacia ella. Ya lo tengo. Pensaba que no me quedaba otra opción que andar hasta el puerto, pero me acabo de acordar de esa nueva tan "fashion" que han abierto en el centro, muy cerquita de donde estoy. Un alivio llegar y comprobar que dentro hay aire acondicionado, aunque las puertas están abiertas y no se nota mucho, pero algo calma. Me siento y espero paciente que alguien venga a atenderme. Pasan unos minutos (bastantes minutos) y, aunque fuera hay algún cliente, dentro soy la única que espera. La camarera, una chica joven con cara de malas pulgas llena de piercings por todas partes (no estoy en contra, no es una crítica, es una descripción) pasa por mi lado con el móvil en la mano leyendo mensajes que, a juzgar por su cara, no le satisfacen demasiado. Le pregunto si tienen granizados, me mira y continúa caminando sin contestarme, sin ninguna comanda en la mano, sin otra cosa que hacer que atender a su móvil. Me quedo chafada y pienso que es imposible que no me haya entendido. Igual no soy lo suficientemente pro (antes eras cool, pero ahora tienes que ser pro) para el local en cuestión. El chico de los helados cruza su mirada conmigo y aprovecho para decirle si me puede atender. «Lo siento, yo sólo me encargo de los helados y tienes que venir tú a por ellos». «Quiero un granizado», contesto, «pues entonces se lo tienes que pedir a la camarera». Pues vamos apañados, pienso. La chica vuelve a pasar atenta siempre a su teléfono y sin hacerme ni puñetero caso. Empiezo a pensar que ha sido mala idea no caminar hasta el puerto. La sed puede conmigo y le pregunto de nuevo si me puede atender. Me mira con cara de asco y de nuevo, ante mi estupor, se da media vuelta sin contestarme, ¡y sin dejar ni un minuto de consultar el móvil!

En este punto ya estoy tan cabreada que sólo pienso en largarme de allí maldiciendo a la joven mal educada, pero el chico de los helados me intercepta y me pregunta amablemente si ya estoy atendida. «Le he pedido un granizado hace rato a tu compañera pero no me hace ni caso». El chico media y la camarera me sirve, en vaso de plástico, el ansiado jugo de limón helado (que miro con la incómoda duda de si ha escupido dentro). Me quedo completamente perpleja cuando veo que deja el vaso en la mesa y se queda de pie a mi lado, ensimismada en sus mensajes y contestando con avidez y evidente cabreo. Le pido la cuenta directamente, me cobra 4 euros por el granizado en vaso de plástico, pago, me levanto y me voy.

Pienso en la cantidad de clientes que habrá perdido ese negocio, no por culpa de los helados, que están riquísimos, ni de los granizados, ni de todos sus productos, que al paladar son excelentes, sino por culpa de esa chica. Una historia que se repite con demasiada asiduidad durante los meses de verano en demasiados negocios de Eivissa. Se echa de menos la profesionalidad y sobre todo, la buena educación. Detrás de estos comportamientos está lo de siempre. Unos alquileres abusivos que ahuyentan a los buenos trabajadores que no pueden permitirse una vivienda digna, pero también el hecho de que en Eivissa parece que todo vale… Y el todo vale nos está llevando a una situación muy penosa. Los profesionales se refugian en lugares donde aprecian mucho más que nosotros su formación y aquí nos estamos quedando con la chusma. Cuando tomarse un granizado se convierte en una pesadilla, algo no funciona. Y esto, al final, lo vamos a pagar.