Comprendí que Armin Heinemann prohibiese el uso de aberrantes teléfonos móviles para hacer fotos durante su magnífica Madama Butterfly. Eso mismo hace el director y virtuoso pianista argentino Daniel Baremboim –a veces de forma iracunda— antes de iniciar su función en cualquier teatro. Y el maestro torero José Tomás es capaz de clavar el estoque a los que filman sus corridas a escondidas.

Me parece natural. Hay demasiado gañán aspirante a fotógrafo que se pierde la mágica realidad en su afán por congelarla. Pero el público que abarrotaba el Palacio de Congresos de Santa Eulalia se portó civilizadamente (solamente había que meternos un poco de prisa para abandonar el bar).

Nada que ver con ese energúmeno al que abronqué en el Real madrileño, durante la libertina Così fan tutte.

En un momento dado, cuando Dorabella entonaba un aria celestial, sentí la estridencia explotadora de un chicle. «¡No es posible!», me dije. Volví la vista atrás y descubrí un extraño ser que masticaba una goma mientras tecleaba sus mensajes en el móvil. Clavé en el zafio la mirada y le ordené: «¡Trágatelo, imbécil!» Hasta Dorabella enmudeció más de lo que ordenaba la partitura. Los compañeros de la platea en que me encontraba suspiraron de alivio al comprobar que el mascador tragaba chicle y guardaba móvil sumiéndose en el silencio. La ópera continuó más alegremente.

Disfruté mucho con esta Butterfly ‘a la ibicenca’. Fue un oasis en medio de tanto estruendo electrónico que invade la isla. Las sublimes notas de Puccini te elevan y emocionan. Un verdadero lujo. ¡Bravo!