Hace unos días oí la grabación telefónica en la que un telefonista de Omnium Cultural llamaba a una casa charnega para pedirles a esa familia que fueran a votar. La señora, le colgó el teléfono y lo mandó al carayo. Pero, al cabo de un rato, el incombustible activista-telefonista --la causa es la causa y la pela es la pela-- volvió a llamar, entonces se puso el marido y le preguntó que de dónde había sacado su teléfono, sus datos, su dirección. El independentista ya se empezó a poner ligeramente nervioso, y empezó a asfixiar al marido diciéndole que no era un demócrata si no votaba el 1-O. El marido le contestó muy bien, le comentó que si conocía la ley de protección de datos, pero el rufianesco o el junqueriano vio que no había nada que hacer con ese tipo, y empezó a llamarle fascista repetidamente, hasta que el marido dijo: tengo su llamada grabada y la voy a meter en la red. Supongo que el telefonista debió poner una cruz en la lista dónde estaba el nombre de este señor y de su familia, puso no afecto al régimen o algo así, como hacían los nazis con sus listas, porque en un futuro cuando el telefonista se convierta en un héroe y en un país, habrá que pasarle factura a este pobre desgraciado que no quiso ir a votar, y a su familia. Estos son los demócratas, estos son los que meten a las abuelas en las mesas electorales y a los niños en los colegios, son los pacíficos, los rebeldes con causa. El gran follón de ayer, con algunos heridos, ataques de histerismo y ansiedad, lo plantean como un ataque fascista del Gobierno contra una supuesta legitimidad que se arrogan unos golpistas. Ellos son los demócratas, los del freedom pero sin los Manolos, los buenos, los fetén, los libertarios, la gaviota de Lluis Llach... el resto, los que no comulgan con ellos son los malos, los que hay que doblegar a base de señalarlos y tacharlos. Y es que la historia se repite, pero no esperábamos que fuera de esta forma tan insana y ponzoñosa.